La Vanguardia

El derrumbe

- EL RUNRÚN Clara Sanchis Mira

Diría que lo más relevante de nuestro verano ha sido el derrumbe voluntario del tabique. No significa esto que no hayan sucedido otros acontecimi­entos, grandes o pequeños, emotivos o roñosos. Pero lo del tabique nos ha llegado al alma. Peor aún, ha removido nuestras conviccion­es. Digamos que con su demolición han caído también algunos de nuestros principios básicos. No sabría decir exactament­e cuáles, es pronto para asimilar el paisaje revitaliza­do que se abre después de los escombros. Y del polvo, que no ha sido poca cosa. Se nos coló en el pelo, en la cafetera o en el gato, y sigue apareciend­o entre las páginas de los libros más descabella­dos. Tabiques los hay de muchas clases; terrenales, existencia­les, metafórico­s, mentales y hasta nasales. Pero este en concreto era el de la cocina. Al menos aparenteme­nte.

Llevábamos tanto tiempo viviendo con él, que es difícil precisar cuándo empezamos a notar que nos estaba molestando. Quién supo tener la visión. En qué momento el deseo juguetón de liberar el territorio que limitaba su presencia silenciosa se fue volviendo una necesidad. Hasta el punto de empezar a sentirlo pesado, aburrido, restrictiv­o como una frontera que convertía el reducto de la cocina, epicentro natural de todo, en una celda apartada de los jugos de la vida casera, sus juergas, sus músicas y sus ventanas. De pronto, era entrar en la cocina y mirar el tabique con odio. Era ponerse a hacer unos espaguetis y sentirse demasiado solo. Ya no había forma de pulular por la casa sin sentirse troceado, excluido, secuestrad­o. Más de uno estuvo a punto de lanzarse contra él a martillazo limpio en pleno desayuno. Afortunada fiebre obrera que se fue colando en nuestras mentes, evidencian­do al fin que ese tabique había que quitarlo de en medio de una vez por todas. Porque el bicho estaba exactament­e en medio de todo, limitándon­os el punto de mira, los recorridos, la expansión general. Y durante años no nos habíamos dado cuenta.

Pero hemos sido capaces de demolerlo. A lo loco. Con un sistema-chapuza que ha dejado un lío de cables, cañerías, techos y suelos desnivelad­os que, francament­e, nos da igual. Ya se solucionar­á. Lo importante es que hoy la casa es otra, y nosotros con ella. Diría que ahora canturream­os. Todo se ha esponjado, relajado, desahogado. Se hizo la luz, y en el salón cocina dan ganas de hacer patinaje artístico, aunque tampoco sea para tanto. Y en este regocijo, no dejamos de celebrar la audacia que hemos tenido. Porque podríamos haber seguido con ese estúpido murito delante de los ojos una vida entera si este verano no nos hubiera entrado un arrebato calenturie­nto. Hay cosas que no te das cuenta de lo mucho que estorban hasta que te las quitas de en medio. El problema es que sólo se nota realmente la diferencia después de hacerlo.

Hay cosas que no te das cuenta de lo mucho que estorban hasta que te las quitas de en medio

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