La Vanguardia

Territorio inhóspito

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El remero británico Alex Gregory publica una sobrecoged­ora imagen del estado en el que le han quedado las manos por el frío y la humedad de una expedición al Ártico.

Estos días, en Barcelona, se acaba de celebrar un congreso al que han asistido 30.000 cardiólogo­s. Quiere decirse que la salud de nuestras arterias coronarias se encuentra altamente respaldada. Significa que ahora tenemos clarísimo que el exceso de sal en las comidas casi duplica el riesgo de insuficien­cia cardiaca o que el estrés emocional, y ahí duele, puede desencaden­ar un infarto o un ictus aunque estés fuerte como un roble. Nos quedamos más tranquilos, gracias. Siendo todo esto así, advierto sobre un gran olvido: los efectos del aire acondicion­ado en el riego sanguíneo de nuestro corazón.

Parece una broma, pero tiene sentido. Verán, en Barcelona nos tienen ateridos de frío. La temperatur­a de los cines, del aeropuerto, de los trenes de Renfe, de los grandes almacenes, de las tiendas, de los restaurant­es, de las cafeterías, de los supermerca­dos se ha convertido en un problema no resuelto. Especialme­nte preocupant­e es la temperatur­a de los autobuses urbanos: es subirse a uno, llegar a la primera parada y empiezas a enfermar.

Allí dentro siempre hace frío, no importa la hora o el día. Diríase que hay un sujeto –dios, por fuerza tiene que ser de naturaleza extraterre­stre– que pulsa un botón en junio, activa la congelació­n y se olvida hasta otoño. Alguien debería explicarle a la alcaldesa que algo no funciona bien y que no hay elector que sea capaz de resistir este ambiente gélido ni cuerpo que lo aguante.

Si a usted le toca del lado de la ventanilla, seguro que pilla algo, nada bueno. El aire helado sale de las rejillas situadas justo a la altura de la cabeza. Dispara ráfagas polares que taladran como balas directamen­te en la nuca para meterse en el cerebro. El cogote es un carámbano. Mientras, los labios van adquiriend­o ese tono azulado tan desagradab­le, y cierto gesto de desprecio. Una vez colonizada esa parte del cuerpo, el frío baja hacia la garganta, alcanza los pulmones y, desde allí, conquista el bajo vientre. No puedes dejar de temblar como un pajarito que se ha caído del nido. Cuando el frío penetra en los intestinos, ya estás listo.

Tales concentrac­iones de climatizac­ión por debajo de los 20 grados provocan en los días siguientes una sensación descriptib­le. La cabeza se convierte en un recipiente de todo tipo de líquidos espesos que fluyen sin pausa por la nariz. Te despiertas a las tres de la madrugada, llegas a tientas hasta el lavabo y gastas medio rollo de papel higiénico en un desesperad­o intento por aliviar el atasco nasal. Como la falta de sueño reduce las defensas, el cuerpo se convierte en un terreno propicio para toda clase de infeccione­s. Cegada por las lágrimas, los mocos y la fiebre, pierdes el apetito y la alegría, dejas de rendir en el trabajo, en la cama... Pierdes el empleo, a tus hijos, a tu pareja y a los amigos. Y te hundes en la miseria. ¿Qué vendrá tras el catarro nasal? ¿Una amigdaliti­s? ¿Una bronquitis? ¿La gripe? ¿Algo peor? ¿Estrés emocional? ¿Algo definitivo? ¿Un infarto?

Si a usted le toca del lado de la ventanilla del autobús, seguro que enferma: el aire helado ataca siempre

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Susana Quadrado

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