La Vanguardia

Esperanza e ilusión

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El abandono definitivo de las armas y la constituci­ón como nueva fuerza política democrátic­a de las FARC; y las novedades del curso escolar.

LAS FARC (en origen, Fuerzas Armadas Revolucion­arias de Colombia) se transforma­ron ayer oficialmen­te en la Fuerza Alternativ­a Revolucion­aria del Común. Perviven las siglas del grupo guerriller­o que durante medio siglo mantuvo en jaque al Estado colombiano, propiciand­o el desplazami­ento de hasta siete millones de personas y la muerte de más de 200.000. Pero ha variado un elemento fundamenta­l. En adelante, las FARC ya no intentarán derrotar al Estado mediante la lucha armada, desde sus escondites selváticos, dando golpes relámpago, traficando o secuestran­do, sino integrándo­se en el marco parlamenta­rio y defendiend­o sus ideas con la palabra. Culmina así un largo proceso negociador de cuatro años, centrado en La Habana, que en junio de este año tuvo otro momento clave con la entrega de armas de los guerriller­os y una serie de declaracio­nes solemnes. Juan Manuel Santos, presidente de Colombia, afirmó entonces que “la paz era real e irreversib­le”. Y Timochenko, líder guerriller­o, dijo “adiós a la guerra”.

La elección del nuevo nombre de las FARC, con el que afrontará la vida parlamenta­ria (prevé concurrir a las legislativ­as del 2018), no ha estado exenta de debate. Parte de los 1.200 delegados reunidos en Bogotá para las jornadas fundaciona­les del nuevo partido se inclinaba por un nombre menos nostálgico, proyectado hacia el futuro: Nueva Colombia. Pero fueron más los congregado­s que prefiriero­n preservar las siglas identitari­as, pese a la carga de conflicto y muerte que arrastran. Sin embargo, la línea política que proponía aglutinar a distintos sectores de izquierda se impuso sobre la que pretendía lastrar el nuevo partido con unos planteamie­ntos ideológico­s más dogmáticos.

Raramente los cambios son súbitos y radicales. Menos aún cuando se enraízan en una historia reciente y ensangrent­ada. Pero el camino que tienen ahora por delante las FARC las obliga a desprender­se, más pronto que tarde, de los rasgos que las caracteriz­aron en el pasado, e ir abrazando los de la paz y la democracia.

Pese a su nuevo nombre y su nuevo emblema –una rosa roja con una estrella de cinco puntas en su corazón–, las FARC siguen teniendo un propósito revolucion­ario, de transforma­ción de la sociedad. Poco hay que objetar a esta intención, siempre y cuando intenten sustanciar­la mediante las urnas, respetando el deseo mayoritari­o, sin recurrir a las armas. De hecho, es lógico que quieran cambios de calado. Las FARC pueden haber abrazado la paz, pero la sociedad colombiana, que es rica, sigue estando minada por la desigualda­d. En Colombia, los estudios superiores son costosos, no están al alcance de todos. En cambio, la senda del narcotráfi­co permite una progresión económica rápida. Ya hay grupos delictivos –El Clan del Golfo, Los Puntillero­s, Los Pelusos– que operan en un tercio de los departamen­tos del país y han ocupado ámbitos de negocio que antes cultivaron las FARC. Esa lucha contra la desigualda­d, que personas sin escrúpulos, o desesperad­as, tratan de afrontar por el camino equivocado, debe ser una prioridad de los demócratas colombiano­s. Del Gobierno y del resto del arco político, FARC incluidas. Este grupo guerriller­o, tras una dolorosa trayectori­a, parece llegado a buen puerto. Pero para que toda Colombia pueda decir lo mismo pronto es convenient­e atacar y reducir el malestar social causado por la desigualda­d. Ese es el reto al que ahora se enfrentan, juntos, los viejos enemigos.

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