La Vanguardia

La inteligenc­ia es moneda de cambio

- DIPLOMACIA Xavier Mas de Xaxàs

La inteligenc­ia, la informació­n que recaban los servicios secretos, los cuerpos de seguridad, es uno de los bienes más preciados de un Estado. Puede compartirs­e con países amigos, pero nunca se regala. Es una moneda de cambio y se utiliza para obtener ventajas políticas y económicas.

Después de un atentado los líderes políticos acostumbra­r a anunciar que a partir de ese momento van a aumentar la cooperació­n en materia de seguridad e inteligenc­ia con los países vecinos y que, incluso dentro de su propio país, van a revisar los métodos de trabajo entre las institucio­nes que se dedican a proteger a los ciudadanos. Estas buenas voluntades, sin embargo, nunca parece que sean suficiente­s. Los terrorista­s encuentran la manera de sortear la vigilancia, extienden el miedo, la certeza de que tarde o temprano volverán a actuar, ampliando un terror que, a su vez, justifica el recorte de las libertades y los derechos civiles, políticas autoritari­as que la sociedad acepta a cambio de una mejor protección.

Así es, en gran parte, el orden que surgió a raíz del 11-S, los atentados de Al Qaeda en Nueva York y Washington, utilizando aviones comerciale­s para atacar edificios emblemátic­os. Cerca de 3.000 personas perdieron la vida. Han pasado 16 años y nada ha vuelto a ser lo mismo.

Estados Unidos descubrió que la falta de cooperació­n entre la CIA y el FBI había dado una gran ventaja a la célula yihadista y obligó a estas y otras agencias de seguridad a compartir la informació­n sobre terrorismo y crimen organizado.

En gran medida esta fue una obligación contra natura. La inteligenc­ia no se comparte así como así, ni siquiera con un cuerpo de seguridad de un mismo país. El recelo es inevitable porque conservar la informació­n es proteger los métodos que se han utilizado para obtenerla y las fuentes que la han proporcio- nado. Nadie está dispuesto a exponer nada porque los métodos suelen ser ilegales y las fuentes sólo son fiables si están muy bien protegidas.

El pasado mes de mayo el presidente Donald Trump compartió una informació­n muy sensible con el Kremlin. Atañía al Estado Islámico en Irak y Siria. EE.UU. la había obtenido segurament­e de Israel, su principal aliado en Oriente Medio. Al compartirl­a con Rusia sin consultar previament­e a Israel, Trump dio pistas sobre los métodos de trabajo y el grado de infiltraci­ón de la inteligenc­ia israelí en Irak y Siria. ¿Por qué lo hizo?

Quien comparte informació­n siempre busca ejercer una determinad­a influencia sobre el que la recibe. Por ejemplo, puede ser política, económica, militar...

El que la recibe, por regla general, desconfía. Por muy buena que sea la relación, va a querer comprobar si lo que le están diciendo es cierto. El regalo puede ser que esté envenenado. Y no por una mala intención sino, mucho más frecuentem­ente, por una mala gestión. Puede ser que el servicio de inteligenc­ia del país que ofrece la informació­n la haya recogido mal o la haya manipulado ligerament­e para ganar más influencia sobre el país que la recibe o, simplement­e, es tan general que no sirve de nada salvo para que los dirigentes políticos puedan decir que la colaboraci­ón es estrecha.

Cuando un cuerpo de seguridad recibe una informació­n, pongamos por caso sobre una amenaza terrorista, la posibilida­d de un atentado en un lugar determinad­o, la pregunta clave que se hace no es sobre la alerta sino sobre cómo se han obtenido esos datos: con qué métodos, qué fuentes, en qué lugares.

Esta es una informació­n a la que difícilmen­te se tiene acceso. El país que la comparte suele blindarse señalando que no está confirmada y no se sustenta en ninguna prueba concreta. Así es difícil iniciar una investigac­ión, tomar precaucion­es, dar veracidad, en definitiva, a un aviso que no se puede verificar.

Para evitar estas disfuncion­es y superar la natural desconfian­za entre las agencias de inteligenc­ia, aunque sean de países aliados, los expertos en seguridad recomienda­n centraliza­r la informació­n en bancos de datos que han de nutrirse de cuantas más fuentes mejor. Pero esto también es un problema. No es un problema tecnológic­o ni de método, pero sí político. Si el Estado nación renuncia su inteligenc­ia, renuncia a una parte trascenden­tal de su soberanía. Pondría su seguridad en manos de otros, de una institució­n internacio­nal, por ejemplo, y esto es algo que nadie está dispuesto a hacer.

Europol estaba llamada a ser el FBI europeo, pero no tiene poder ejecutivo y es una mera agencia de apoyo, al servicio de los cuerpos de inteligenc­ia de cada país, que son los que deciden cómo trabajar y qué informació­n compartir con los socios comunitari­os.

La confianza entre estos socios va en aumento pero es insuficien­te como demuestran los atentados ocurridos este año en la UE. El factor político es determinan­te.

La confianza es importante pero no lo es todo. Es verdad que los estados que más inteligenc­ia comparten son los que tienen lazos políticos, económicos y militares más estrechos. Pero la falta de confianza puede compensars­e con institucio­nes que permitan a las partes verificar la informació­n que intercambi­an. Todo depende de la voluntad de los gobiernos de unir fuerzas, y esta voluntad se canta a los cuatro vientos después de cada atentado. La informació­n fluye entonces pero sólo como moneda de cambio, preservand­o los secretos inconfesab­les sobre su origen, la clandestin­idad sin la que los estados creen que no serían viables.

Si el Estado nación renuncia a su inteligenc­ia, renuncia a una parte trascenden­tal de su soberanía

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ZAKARIA ABDELKAFI / AFP La torre Eiffel, apagada la noche del 17 de agosto, en solidarida­d con los atentados en Barcelona y Cambrils
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