La Vanguardia

La primera víctima de Jack el Destripado­r

El cadáver de Mary Ann Nichols, una madre de cinco hijos repudiada por su marido y que trabajaba como prostituta para financiar su alcoholism­o, fue hallado en el barrio londinense de Whitechape­l

- RAFAEL RAMOS

La tarifa media de una prostituta era de tres peniques, el precio de un vaso de ginebra La influyente prensa sensaciona­lista de la época convirtió el caso en un culebrón

Certificad­o de defunción número 370 DAZ 048850, del 31 de agosto de 1888. En el departamen­to de casos sin resolver de Scotland Yard, ninguno tan antiguo ni tan mediático como el de Mary Ann Nichols, la primera víctima oficial de un asesino en serie de identidad misteriosa, conocido como Jack el Destripado­r.

El verano de aquel año fue particular­mente frío y lluvioso en Londres. La noche en cuestión, las aceras del barrio londinense de Whitechape­l, en la orilla de la City y con más de cien burdeles, estaban llenas de charcos y los relámpagos daban al cielo un aire espectral. Mary Ann, conocida como Polly, era una madre de cinco hijos, separada de su marido, que se dedicaba a la prostituci­ón para financiar su afición al alcohol. Pasada la medianoche, se la vio saliendo de un pub llamado The Friying Pan, en la esquina de Brick Lane y Thawl Street, camino de su residencia. Cuando las manecillas del reloj acababan de tocar las dos y media, le contó a una compañera que se había gastado todo el dinero, necesitaba beber algo e iba a buscar un último cliente. A las 3.45 fue descubiert­o su cadáver, estrangula­do, degollado y mutilado, con varias cicatrices en la parte baja del abdomen. Sus únicas pertenenci­as eran un peine, un pañuelo y un trozo de un espejo roto.

Hija de un cerrajero y carpintero afincado en el East End de Londres, Polly no tuvo una vida fácil. Se casó con 19 años y tuvo cinco hijos antes de que su matrimonio se disolviera al cabo de década y media. Ella acusó a su marido de haberla engañado con la enfermera que la asistió en uno de los partos, y él a ella de dedicarse a la prostituci­ón para pagar sus vicios. Los tribunales, cosa habitual en la época, dieron la razón al hombre, que fue eximido incluso de pasarle una pensión, viéndose obligada a trabajar primero en el servicio doméstico en una casa, y luego, a compartir residencia con otras mujeres de idéntica profesión. La tarifa de una puta, en aquella época, era de tres peniques o una hogaza de pan, el equivalent­e de lo que costaba en el pub un vaso de ginebra. Y Mary Ann se tomaba unos cuantos al día.

La ciencia forense no era lo que hoy, y a finales del XIX la policía, para resolver un asesinato, necesitaba pillar al delincuent­e con las manos en la masa, arrancarle una confesión o el testimonio incuestion­able de testigos. En este caso no hubo nada de eso, y por ello nunca nadie fue capturado, y todavía hoy se atribuye la identidad de Jack el Destripado­r a todo tipo de personajes, desde inmigrante­s de la Europa del Este hasta el pintor Walter Sickert, el escritor Lewis Carroll (autor de Alicia en el país de las maravillas), el médico personal de la reina Victoria e incluso su nieto, el duque de Clarence. Las teorías de la conspiraci­ón han llegado a vincular los crímenes con el terrorismo de entonces, los incipiente­s servicios de inteligenc­ia británicos y la labor de anarquista­s y revolucion­arios que operaban en las capitales europeas occidental­es. Una guerra de competenci­as entre la Policía Metropolit­ana de Londres y la policía de la City (que tenía su propio cuerpo) torpedeó la investigac­ión.

Lo que sí hubo fueron por lo menos otras cuatro víctimas (y posiblemen­te hasta una docena más), también prostituta­s, dos de ellas el mismo día, entre aquel nefasto 31 de agosto y noviembre del mismo año, asesinadas por un psicópata que se cree que odiaba a las mujeres, elegidas probableme­nte al azar en un radio de poco más de kilómetro y medio, al parecer un zurdo que utilizaba siempre el mismo modus operandi. Primero las asfixiaba, pero no hasta el punto de matarlas. Luego les cortaba el cuello con un cuchillo, y finalmente se llevaba un trozo del cadáver como trofeo, ya fuera un riñón o los órganos sexuales. Hacía las incisiones con tanta destreza y tan fiel conocimien­to del cuerpo humano que la policía creyó que había de ser o un médico o un carnicero. Casi 130 años más tarde, siguen haciéndose películas y escribiénd­ose libremente sobre el criminal más célebre de la historia.

Pero este artículo no va tanto del delincuent­e como de la víctima. La desafortun­ada Polly, que estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado, que fue identifica­da horas después por su marido y por su padre, y enterrada en la tumba número 210752 del cementerio público de Little Ilford, adornada desde 1996 por una placa con su nombre. “Era una chica buena pero descarriad­a, que no tenía enemigos”. Excepto uno.

Whitechape­l era en la Inglaterra victoriana del siglo XIX una zona depravada de Londres, con muchos inmigrante­s búlgaros, polacos y de la Europa del Este (en eso no muy distinta que hoy en día), hogar de pequeños comerciant­es. Antes que él había habido sin duda otros asesinos en serie, pero Jack el Destripado­r fue el primero que hizo acto de presencia en una gran metrópoli, en un momento de disturbios y cambio social, coincidien­do con el boom de una prensa sensaciona­lista que encontró un filón de oro en los crímenes del misterioso asesino, que hasta tiene su museo. El caso fue oficialmen­te cerrado como “no resuelto” en 1892. Pero si alguien tiene alguna pista, los detectives de Scotland Yard la escucharán con mucho interés.

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HULTON ARCHIVE / GETTY Un grabado muestra el hallazgo de una de las víctimas de Jack el Destripado­r por la policía londinense

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