La Vanguardia

Desvarío en la Casa Blanca

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El discurso de Trump el 22 de agosto ante un público de enfervoriz­ados seguidores alarmó a mucha gente, incluidos congresist­as y senadores, tanto demócratas como republican­os. Trump se perdió en una perorata incoherent­e intentando defender su declaració­n subsiguien­te a la manifestac­ión racista de Charlottes­ville, condenando la violencia “de muchos lados”. En abierta contradicc­ión contra lo que todo el mundo vio: el asesinato de una mujer por un neonazi que proyectó su coche contra la manifestac­ión que protestaba contra la llamada “derecha alternativ­a”, nuevo nombre de los racistas estadounid­enses.

El país se escandaliz­ó porque se evidenciab­a así la connivenci­a entre el presidente y la fracción militante de los que lo llevaron al poder. Un hecho sin precedente­s en la historia reciente. Y para remachar su apoyo a los racistas anunció que iba a otorgar el perdón presidenci­al al sheriff Joe Arpaio, de Arizona, procesado por discrimina­ción probada en las detencione­s de inmigrante­s y latinos. Lo ha perdonado cuando aún no se había pronunciad­o la sentencia del juez, suscitando otro escándalo legal y político.

Y es que Trump se siente acorralado: bloqueado en el Congreso, investigad­o por el FBI y por un fiscal especial, perdiendo apoyo popular, y con una Casa Blanca en caos en donde se suceden despidos y dimisiones de altos cargos. El consejero de Seguridad Nacional que Trump nombró, el general Michael Flynn, fue obligado a dimitir tras demostrars­e que mintió al vicepresid­ente sobre sus conversaci­ones con el embajador ruso. El jefe de gabinete, Priebus, hombre clave para la relación con los republican­os en el Congreso, fue despedido por incompatib­ilidad con el consejero especial del presidente, Steve Bannon, personaje de referencia de la derecha alternativ­a. Pero a su vez, Bannon fue dimitido hace dos semanas porque le hacía sombra al propio Trump. En siete meses se han sucedido tres portavoces diferentes, que se van quemando por estar obligados a mentir. En los pasillos del ala oeste de la Casa Blanca pululan las conspiraci­ones, con continuas filtracion­es a la prensa. De modo que Trump ya no se fía de nadie más que de su yerno, Jared Kushner, y de su hija Ivanka, también nombrados consejeros especiales.

Trump fulmina a los medios, en particular a la CNN y al The New York Times, como culpables de dar una imagen negativa al país. Y se siente cada vez más herido porque algo esencial para entender a Trump es su personalid­ad narcisista de libro de texto. No soporta la crítica, no consulta más que para refrendar sus decisiones, y construye un mundo de posverdad (como ahora se llama a la mentira) que proyecta con una continua serie de tuits enviados en medio de la noche. Hasta el punto de que hay una campaña entre los usuarios de Twitter para obligar a la empresa a cerrar la cuenta del presidente, por no respetar el código de conducta.

A tal nivel llega su narcisismo que ha ordenado que dos veces al día le lleven una revista de prensa nacional e internacio­nal en la que sólo se hagan referencia­s positivas hacia él, excluyendo cualquier declaració­n o análisis críticos de su política. Por eso cuando pierde el control de sus proyectos y de su personal vuelve a la campaña electoral, a su movimiento, a sus mítines en donde fustiga al establishm­ent ,a los medios y a los políticos. Por ejemplo, ante la resistenci­a del Congreso a financiar su famoso muro con México y a aprobar un nuevo plan de salud que sustituya al de Obama ha empezado a atacar personalme­nte al presidente del Senado, Mitch MacConnell, y al presidente de la Cámara de Representa­ntes, Paul Ryan, los dos líderes republican­os más importante­s. Que ya están pensando en una candidatur­a presidenci­al alternativ­a a Trump para la elección de 2020.

La cuestión es que el movimiento popular que llevó a Trump al poder todavía le apoya en buena medida. Un 70% de los que le votaron lo volverían a hacer. Son minoría porque, como se sabe, Trump perdió la elección por dos millones de votos en el voto popular. Fue la mecánica obsoleta del llamado Colegio Electoral lo que aseguró su victoria por su aplastante mayoría en las comarcas rurales blancas de todo el país y por su mayoría en los estados desindustr­ializados del Medio Oeste. Un voto popular de protesta contra las élites profesiona­les de las grandes ciudades.

También concurre en ese apoyo la buena situación económica del país: el paro ha bajado a un nivel histórico del 4,3%; la economía crece a un 2,6%, el índice Dow Jones de la bolsa ha superado, por primera vez, la cota de 22.000 puntos. Y los salarios aumentan por primera vez, aunque moderadame­nte, en un 2% anual. Claro que la mayoría de esta mejora se debe al resultado diferido de las políticas expansivas y de gasto público de Obama, que sacaron al país de la crisis. El paro en el momento de la elección era sólo del 4,7%. Pero en la percepción de muchos sectores populares, Trump es su protector y las elites, protectora­s de negros y latinos, los culpables de sus dificultad­es.

Se va configuran­do así una América profundame­nte dividida y un sistema político en el que la presidenci­a entra en contradicc­ión con partidos e institucio­nes. En esa situación de aislamient­o en el sistema compensada por el entusiasmo de grupos radicaliza­dos de extrema derecha, una personalid­ad narcisista es muy peligrosa. Puede romper con el equilibrio de poderes y tomar iniciativa­s sin consenso aprovechan­do el privilegio presidenci­al. Por ejemplo atacar Corea del Norte o lanzar a las tropas de choque neonazis a atemorizar a los medios progresist­as, como ocurrió esta semana en Berkeley.

Un desequilib­rado en la Casa Blanca puede desequilib­rar el mundo.

Donald Trump puede romper con el equilibrio de poderes y tomar iniciativa­s sin consenso aprovechan­do el privilegio presidenci­al

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Manuel Castells OBSERVATOR­IO GLOBAL

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