La Vanguardia

Publicar una novela

- Carles Casajuana

Basta pasar cinco minutos en una librería medianamen­te bien surtida para darse cuenta de que publicar una novela es un acto temerario: hay muchas, muchísimas, ¿qué sentido tiene añadir una más? ¿Es de verdad tan trascenden­te lo que uno quiere contar?

En pocos días aparecerá una mía. Será la undécima. Se dice pronto. Una cada tres o cuatro años, desde noviembre de 1987, en que salió, en Quaderns Crema y más tarde en Anagrama, Bala de corcho, que ahora se reedita. Once novelas y me siento como si fuera la primera, con la misma ilusión, con la misma curiosidad por ver cómo es recibida, con la misma sensación de no haber conseguido llegar donde quería.

Publicar una novela es como introducir un mensaje en una botella y tirar la botella al mar: puede que un día lo llegue a leer alguien, pero también puede que no. Quién sabe. Albert Camus escribió que la lucha por alcanzar la cumbre basta para llenar el corazón de un hombre, y que hay que imaginar a un Sísifo feliz de arrastrar montaña arriba, una y otra vez, una gran piedra que, nada más llegar arriba, vuelve a rodar hacia abajo. Para mí, este Sísifo feliz es un autor escribiend­o novelas. La sensación de ver crecer un montón de páginas que, si todo va bien, se convertirá­n en algo nuevo, con entidad propia, una narración más o menos original, producto de la imaginació­n, no de ninguna necesidad material, inmediata, es muy gratifican­te, aunque luego nadie haga mucho caso de ella.

Hay autores que dicen que sufren escribiend­o. Al recordado escritor mallorquín Gabriel Galmés le hacían mucha gracia. Si sufren, que lo dejen, decía. Escribir una novela no es fácil. Hay que invertir muchas horas, muchas energías, sin ninguna seguridad de llegar a hacer nada que valga la pena. Hay que hacer pruebas y vencer dudas, tirar hojas y explorar ideas que a veces cuadran y a veces no. Para encontrar algo interesant­e hay que alejarse de la costa y avanzar por una ruta poco transitada: el riesgo es no encontrar nada, o no saber regresar.

Hay momentos en que se sufre, es cierto. Pero se sufre como el alpinista que suda sangre subiendo una montaña y sabe que, más allá del esfuerzo, la espera la satisfacci­ón de haber llegado arriba. “Escribo para haber escrito”, contestó Jaime Gil de Biedma a la pregunta tópica de por qué escribía. Es el sense of accomplish­ment, el placer que produce haber hecho lo que uno se proponía.

La hora de publicar es siempre feliz, pero también puede ser dura. Es la hora de pasar cuentas. Se acabó la intimidad de la lucha con los propios fantasmas. Ahora la puerta se abre y quien quiera puede pasar a mirar y decir lo que le plazca. Si es mínimament­e honesto consigo mismo, el autor sabe que, así que la suelte, la piedra volverá a rodar montaña abajo: nadie es tan consciente como él de las insuficien­cias de la novela que ha escrito, nadie sabe tan bien como él todo lo que le falta para llegar donde quería.

Si hay suerte, los críticos se ocuparán de ella. Unos serán clementes, tal vez generosos; otros sacarán a la luz todos los defectos que encuentren, o los que crean encontrar. Dirán que la novela no tiene gancho, o que falta en ella un aspecto esencial, o que los personajes no están bien perfilados, o que sobran adjetivos, o que la portada y la contraport­ada están demasiado lejos la una de la otra. Todos se retratarán. Un libro es un espejo: lo quiera o no, quien se mira en él queda retratado. Todos los que opinamos proyectamo­s una imagen de nosotros mismos. Opinar sobre un libro –o sobre cualquier otra cosa– es retratarse. Escribir novelas, también.

Hay autores que juran que no leen las críticas. Quizás es verdad, o quizás no. Yo las leo y cuando son positivas me alegro y cuando no lo son me resigno e intento que no me afecten demasiado. Peor es el silencio. En el fondo, la batalla de verdad no es con los críticos, a los que agradezco mucho que se ocupen de mis novelas, sino conmigo mismo, y lo que los críticos dicen sólo me afecta en la medida en que me hace ver defectos que ya intuía o que no me imaginaba. Más decisivo es el veredicto de los lectores, que son los que dan los premios y las collejas que cuentan. Pero lo que importa, al cabo, es que la novela haya sido escrita, no que llegue a ser leída, reseñada o celebrada.

Publicar es siempre un salto al vacío. ¿Merece la novela ver la luz? El autor se ha estado peleando con una historia y con unos personajes durante un periodo de tiempo que no se suele medir en semanas sino en meses o en años. No sabe si despertará­n la curiosidad de alguien más. El azar tendrá mucho que decir: el éxito y el fracaso son dos grandes malentendi­dos. Pero, pase lo que pase, el remedio será el de siempre: volver a empezar. Un clavo saca otro clavo. Habrá que bajar de la montaña y volver a arrastrar la piedra hacia arriba. Habrá que escribir otra novela.

Lo que importa, al cabo, es que la novela haya sido escrita, no que llegue a ser leída, reseñada o celebrada

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