Elogio de la tercera vía
Pocos textos expresan mejor la actitud de los partidarios de la tercera vía que éste de Manuel Chaves Nogales, extraído de su libro A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, en el que justifica su decisión de exiliarse mediada la Guerra Civil: “Entre ser una especie de abisinio desteñido, que es a lo que le condena a uno el general Franco, o un kirguís de Occidente, como quisieran los agentes del bolchevismo, es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo”. La tercera vía no es equidistancia calculadora y mojigata, sino rechazo explícito de los extremismos viscerales y propuesta clara de una alternativa racional. La tercera vía es, en suma, la expresión política del pensamiento moderado.
La moderación es aquella predisposición del ánimo que nos hace adaptar nuestras ideas a la realidad en lugar de forzar la realidad para acomodarla a nuestras ideas. Se fundamenta, por consiguiente, tanto en el realismo como en la ausencia de dogmas profesados como verdades apriorísticas y absolutas. Realismo para observar las cosas, los hechos y las gentes sin ideas preconcebidas. Y ausencia de dogmas como sinónimo de una laicidad que va más allá del hecho religioso y es concebida –en palabras de Claudio Magris– como uno de los baluartes de la tolerancia. La importancia de la moderación es evidente: las grandes etapas constructivas en la historia de los pueblos son casi siempre obra de los moderados. Tolerancia recíproca, diálogo abierto, pacto transaccional y ejecución firme son las herramientas con las que se construye el futuro. Por el contrario, la intolerancia y la cerrazón, el sectarismo y la conversión del adversario en enemigo agravan los problemas. Esta reivindicación de los moderados es imprescindible en España, país marcado por una historia cainita en la que no se sabe qué lamentar más, si la impotencia y barullo provocados por la acción de los exaltados de toda laya o la ausencia de laicos a uno y otro lado del espectro político.
Hoy, aquí y ahora, la moderación pasa por reconocer que la situación en que se encuentran la política catalana y, por tanto, la española, puede definirse con una sola palabra: “enroque”. Cada una de las dos partes enfrentadas se ha enrocado, frente a la otra, en torno a un principio que estima absoluto y que vertebra toda su acción. Para los independentistas catalanes este principio aglutinador es el “principio democrático”, entendido de tal forma que la voluntad popular ha de sobreponerse a cualquier imperativo legal, incluidos aquellos derivados del mismo sistema jurídico del que emana la legitimidad de las actuales instituciones políticas catalanas. Y para el Gobierno del Estado el principio rector exclusivo es el “principio de legalidad”, en cuya virtud la ley se erige en un dogma intangible de interpretación estricta, frente al que decae cualquier exigencia de la voluntad popular que no pase por el tamiz de una ley a la que se atribuye la función de candado. Con olvido, por parte de unos y otros, de que la auténtica democracia sólo cristaliza cuando ambos principios –el democrático y el de legalidad– se conjugan sin quebranto de ninguno de ellos. Por consiguiente, en esta situación de enroque, de nada sirve un “diálogo informativo”, pues ya está todo dicho recíprocamente. Tampoco vale un “diálogo dialéctico”, pues las respectivas posiciones han cristalizado y son poco menos que inamovibles. Tan sólo cabe un “diálogo transaccional”, que venga marcado por recíprocas concesiones sensibles, que duelan y dejen inicialmente insatisfechas a ambas partes, pero que luego den como resultado una base firme sobre la que pueda llegar a asentarse con el tiempo una convivencia en paz y fecunda.
Todo enroque desemboca casi siempre en un “enfrentamiento” –“choque de trenes”– impredecible en su naturaleza y dimensión (siempre puede surgir un imponderable de mayor o menor gravedad en forma de acción violenta o de accidente más o menos buscado) e incierto en su desenlace.
Los independentistas llevarán hasta el final su decisión de celebrar un referéndum sobre la independencia de Catalunya, mientras que el Gobierno central será igualmente firme en su voluntad de impedirlo. ¿Quién terminará imponiendo su postura? Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero, en cualquier caso, no parece que haya otra salida posterior a la fecha del referéndum –el 1 de octubre–, suceda lo que suceda aquel día, que la celebración de elecciones.
Y, tras estas, de nada servirá ampararse en la ley, escondiéndose tras ella como si de un burladero se tratase. De nada servirá dejar la resolución del conflicto al arbitrio de jueces y tribunales. Habrá que afrontarlo políticamente, exigiendo a todos –como presupuesto irrenunciable– el cumplimiento de la ley, pero sabiendo que la solución no se halla en la letra de la ley interpretada rígidamente.
Ni sin la ley, ni sólo la ley. La pauta de acción debería ser esta: la ley como marco, la política como tarea y la palabra como instrumento. El Gobierno de España tendrá la primera palabra.
La pauta de acción debería ser esta: la ley como marco, la política como tarea y la palabra como instrumento