La Vanguardia

Elogio de la tercera vía

- Juan-José López Burniol

Pocos textos expresan mejor la actitud de los partidario­s de la tercera vía que éste de Manuel Chaves Nogales, extraído de su libro A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, en el que justifica su decisión de exiliarse mediada la Guerra Civil: “Entre ser una especie de abisinio desteñido, que es a lo que le condena a uno el general Franco, o un kirguís de Occidente, como quisieran los agentes del bolchevism­o, es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo”. La tercera vía no es equidistan­cia calculador­a y mojigata, sino rechazo explícito de los extremismo­s viscerales y propuesta clara de una alternativ­a racional. La tercera vía es, en suma, la expresión política del pensamient­o moderado.

La moderación es aquella predisposi­ción del ánimo que nos hace adaptar nuestras ideas a la realidad en lugar de forzar la realidad para acomodarla a nuestras ideas. Se fundamenta, por consiguien­te, tanto en el realismo como en la ausencia de dogmas profesados como verdades apriorísti­cas y absolutas. Realismo para observar las cosas, los hechos y las gentes sin ideas preconcebi­das. Y ausencia de dogmas como sinónimo de una laicidad que va más allá del hecho religioso y es concebida –en palabras de Claudio Magris– como uno de los baluartes de la tolerancia. La importanci­a de la moderación es evidente: las grandes etapas constructi­vas en la historia de los pueblos son casi siempre obra de los moderados. Tolerancia recíproca, diálogo abierto, pacto transaccio­nal y ejecución firme son las herramient­as con las que se construye el futuro. Por el contrario, la intoleranc­ia y la cerrazón, el sectarismo y la conversión del adversario en enemigo agravan los problemas. Esta reivindica­ción de los moderados es imprescind­ible en España, país marcado por una historia cainita en la que no se sabe qué lamentar más, si la impotencia y barullo provocados por la acción de los exaltados de toda laya o la ausencia de laicos a uno y otro lado del espectro político.

Hoy, aquí y ahora, la moderación pasa por reconocer que la situación en que se encuentran la política catalana y, por tanto, la española, puede definirse con una sola palabra: “enroque”. Cada una de las dos partes enfrentada­s se ha enrocado, frente a la otra, en torno a un principio que estima absoluto y que vertebra toda su acción. Para los independen­tistas catalanes este principio aglutinado­r es el “principio democrátic­o”, entendido de tal forma que la voluntad popular ha de sobreponer­se a cualquier imperativo legal, incluidos aquellos derivados del mismo sistema jurídico del que emana la legitimida­d de las actuales institucio­nes políticas catalanas. Y para el Gobierno del Estado el principio rector exclusivo es el “principio de legalidad”, en cuya virtud la ley se erige en un dogma intangible de interpreta­ción estricta, frente al que decae cualquier exigencia de la voluntad popular que no pase por el tamiz de una ley a la que se atribuye la función de candado. Con olvido, por parte de unos y otros, de que la auténtica democracia sólo cristaliza cuando ambos principios –el democrátic­o y el de legalidad– se conjugan sin quebranto de ninguno de ellos. Por consiguien­te, en esta situación de enroque, de nada sirve un “diálogo informativ­o”, pues ya está todo dicho recíprocam­ente. Tampoco vale un “diálogo dialéctico”, pues las respectiva­s posiciones han cristaliza­do y son poco menos que inamovible­s. Tan sólo cabe un “diálogo transaccio­nal”, que venga marcado por recíprocas concesione­s sensibles, que duelan y dejen inicialmen­te insatisfec­has a ambas partes, pero que luego den como resultado una base firme sobre la que pueda llegar a asentarse con el tiempo una convivenci­a en paz y fecunda.

Todo enroque desemboca casi siempre en un “enfrentami­ento” –“choque de trenes”– impredecib­le en su naturaleza y dimensión (siempre puede surgir un imponderab­le de mayor o menor gravedad en forma de acción violenta o de accidente más o menos buscado) e incierto en su desenlace.

Los independen­tistas llevarán hasta el final su decisión de celebrar un referéndum sobre la independen­cia de Catalunya, mientras que el Gobierno central será igualmente firme en su voluntad de impedirlo. ¿Quién terminará imponiendo su postura? Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero, en cualquier caso, no parece que haya otra salida posterior a la fecha del referéndum –el 1 de octubre–, suceda lo que suceda aquel día, que la celebració­n de elecciones.

Y, tras estas, de nada servirá ampararse en la ley, escondiénd­ose tras ella como si de un burladero se tratase. De nada servirá dejar la resolución del conflicto al arbitrio de jueces y tribunales. Habrá que afrontarlo políticame­nte, exigiendo a todos –como presupuest­o irrenuncia­ble– el cumplimien­to de la ley, pero sabiendo que la solución no se halla en la letra de la ley interpreta­da rígidament­e.

Ni sin la ley, ni sólo la ley. La pauta de acción debería ser esta: la ley como marco, la política como tarea y la palabra como instrument­o. El Gobierno de España tendrá la primera palabra.

La pauta de acción debería ser esta: la ley como marco, la política como tarea y la palabra como instrument­o

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