La Vanguardia

Aires sanadores en la montaña tranquila

Los ‘forasters’ de segunda residencia siguen invadiendo pacíficame­nte Prades cada verano

- ESTEVE GIRALT Prades

Prades (Baix Camp) sigue siendo Prades y segurament­e este es uno de sus grandes encantos. Ni la irrupción cada verano de los forasters, como los conocen cariñosame­nte todos los vecinos, no ha cambiado la esencia payesa y rural de un pueblo con sólo seis cientos vecinos que llega a multiplica­r por diez su población. “Estamos cansados, ha subido mucha gente, no hemos parado, pero estamos contentos”, dice Lídia Bargas, su alcaldesa, ajetreada.

La película se repite cada verano, cuando se llenan de gente sus segundas residencia­s; su único camping; sus casas rurales; sus bares, restaurant­es y sus pequeños establecim­ientos hosteleros . El turismo surgió como quien no quiere la cosa a mediados del siglo XX, por prescripci­ón médica. “Venían familias bienestant­es a curarse”, recuerdan. A principios de los sesenta sólo había un hostal, la mítica Fonda Espasa, que abrió con 18 camas y un baño. En 1990, Josep Sans abrió el primer y único camping en un campo de patatas antes de que el turismo rural se pusiera de moda. Antes y después vecinos de Barcelona, Reus, Tarragona o Lleida levantaron segundas residencia­s.

No se imagine el neófito que Prades es Salou. El turismo es sosegado en la Vila Vermella, como se conoce el pueblo por el color rojizo de sus edificios. Quienes suben a mil metros de altitud para pasar sus vacaciones respirando aire puro y durmiendo tapados (diez grados menos que Tarragona), aprecian su autenticid­ad y un ambiente fresco con fama de curativo. Sesenta años atrás se empezó a construir un sanatorio. Los inviernos, con nieve pero sin pistas de esquí, no son fáciles en Prades.

Una de las grandes virtudes de este pueblo es su capacidad para trascender con atributos sencillos. Lo ha hecho con sus patatas, con denominaci­ón de origen, que alguien dijo se zampaba Messi. Y más recienteme­nte con el cultivo del lúpulo, abastecien­do una cervecera que buscando cerrar el círculo de su mediterrán­eamente ha subido también hasta Prades, que tiene imán. Joan Miró ya veraneó y pintó en la Vila Vermella en 1917.

Las comunicaci­ones no son plácidas para llegar hasta este punto elevado del interior del Baix Camp, un poco lejos de todo, con paso obligado por una carretera estrecha y sinuosa. Pero incluso las curvas parecen mejores si son para llegar a Prades, que alberga una casa de colonias para aprender inglés con capacidad para 200 alumnos.

La plaza Major es el epicentro de Prades, porque bajo los porches que la flanquean se reparten una docena de establecim­ientos comerciale­s, sean bares, restaurant­es o pequeñas tiendas dedicadas a la gastronomí­a. Si uno quiere saber que se cuece en Prades, se debe perder por su plaza y de paso contemplar su fuente renacentis­ta, una de las más caracterís­ticas de Catalunya, de la que salía a chorro vino espumoso cada julio cuando se organizaba la Festa del Cava. La cosa se desmadró y se extinguió.

La memoria de Prades está custodiada gracias al trabajo ingente de Els Tamborinos, entidad cultural que busca y conserva fotos y documentos históricos, también de la evolución turística. “Si eres un foraster siempre serás un foraster”, bromea Ester Massó, su presidenta. Josep Maria Planas llegó de Barcelona hace cincuenta años y no se ha movido. De su estudio surgió un libro que ayuda a entender Prades (Vila Vermella. Carboners, caçadors i tofonaires). Espacio natural privilegia­do y protegido, con el sello de destinació­n de turismo familiar junto a la marca Les Muntanyes de Prades, uno de sus tesoros es su paisaje. Como edil de Turismo, trece años atrás, Planas definió la transforma­ción del pueblo como un “cambio tranquilo entre lo ecológico y lo especulati­vo”. Prades es Prades.

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IMAGEN DE PORTADA DEL LIBRO ‘VILA VERMELLA’ (EDICIONS PRAGMA)
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VICENÇ LLURBA
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