Si quieres compañía, mejor viaja solo
Ellos (y ellas) caminan solos. Los viajeros sin compañía, los que se atreven a emprender una ruta sin llevar a nadie al lado, son una minoría, pero algo les aporta esa experiencia que se convierte para ellos en costumbre. ¿Por qué? “El viaje en solitario es más viaje”, nos explica por mail, mientras realiza el camino de Santiago, Fernando L. Mompó, un periodista freelance valenciano que durante sus meses “de vida nómada” –aquellos en los que puede salir de viaje– suele optar por hacerlo sin compañía: ha vivido esta experiencia en Australia (dos meses), Perú (otros dos), Japón (mes y medio), y muchos otros destinos en los cinco continentes, de Guatemala a San Petersburgo.
Fernando recuerda que su afición empezó cuando “hice de
au-pair en Inglaterra lo que de alguna manera ya supuso empezar a viajar solo. Luego pasé una época en Londres trabajando y mejorando el inglés y cuando tenía algún tiempo libre aprovechaba para visitar otras partes de Inglaterra o Irlanda y lo empecé a hacer en solitario pues por fechas y distancias no podía contar con los amigos con los que había hecho algún viaje anteriormente, pues todos ellos estaban en España”.
Ahora, mientras peregrina estos días por los caminos que le conducirán hasta Santiago de Compostela, afirma que “lo mío no es una soledad obligada, sino buscada, que ofrece una gran satisfacción personal y puede ser muy terapéutica, según dicen los psicólogos”. Lo mejor de viajar solo, sostiene, es “poder hacer en cada momento lo que a uno más le apetece, poder improvisar constantemente, dejarse llevar por lo que se va viviendo y por aquellos que vas conociendo durante el viaje”. Aunque reconoce que sí hay algunas cosas que se echan de menos: “Cuando viajas vives muchas experiencias extraordinarias y tienes la sensación de que lo que las haría todavía más perfectas sería poderlas compartir y recordarlas posteriormente con las personas más cercanas”.
Francesca es una profesional autónoma barcelonesa que ha viajado por los desiertos del Sáhara en África, del Taklamakán y Gobi en Asia, y también por Sudamérica. Lo hace en grupos organizados, pero siempre sin acompañante. Ahora tiene previsto ir al Chad, en África Central, el próximo mes de octubre. “Tomar la determinación de viajar sola no es duro”, sostiene. “Lo mejor que tiene es que me permite poder centrarme en mí misma y ser más permeable al entorno, tanto al paisaje como a la gente del lugar”. Sobre las satisfacciones que le reporta destaca “los momentos de soledad, que para mí son un lujo”. Y respecto a los aspectos negativos, esta viajera que siempre suele ir a lugares alejados del mundo occidental afirma que “lo peor es ver como culturas que estaban fuera de la órbita de la globalización se van diluyendo en el mundo moderno”.
Un caso muy particular es el de Sara Ortín, bióloga y primatóloga barcelonesa de 29 años que ha decidido emprender un viaje en solitario... sin final. “Hace aproximadamente dos años y medio –relata– decidí ir a hacer la tesis de máster a un refugio de chimpancés en el norte de Zambia, donde estuve alrededor de nueve meses. Volví a Barcelona, pasaba el tiempo y algo no acababa de encajar. Era yo. Sin saberlo, la experiencia había cambiado mi vida”.
Sara compró “sin pensarlo demasiado” un billete de avión sólo de ida a Zambia. “Mi único primer plan era encontrar un coche y convertirlo en mi hogar y transporte de manera indefinida”. Se hizo con un vehículo Land Cruiser’98 y ha viajado con él por Malaui, Zimbabue, Botsuana y Zambia, donde se encuentra en la actualidad. Su peor momento fue cuando, en Malaui, contrajo la malaria. Además, se encontraba en una zona rural muy apartada. “Durante cuatro días la fiebre subió, y el tratamiento no funcionaba mientras yo me debilitaba cada minuto que pasaba hasta acabar sin poder hablar o caminar y con siete kilos menos. El quinto día me enviaban de noche al hospital en la capital, Lilongwe. Después de tres tratamientos completos contra la malaria, uno de ellos intravenoso, salía del hospital una semana más tarde”.
En aquel momento, Sara sólo pensaba en abandonar África, pero algo se lo impidió: había rescatado a una perrita en Zambia, a la que llamó Ginger. Tramitar los pa- peles para poder llevársela a España suponía cuatro meses de espera. “Aunque a todo el mundo le parecía que volver era la decisión más sensata algo dentro de mi me lo impidió. Hoy le doy las gracias a ella por entorpecer mi plan de abandono y a mis padres por recordarme lo fuerte que podía ser”. Sara recuerda como uno de sus mejores momentos “perderme con Ginger, durante una semana, en el monte Mulanje, en Malaui, a 0ºC comiendo noodles y durmiendo en el suelo de solitarios refugios de montaña a 3.000 m. de altura. Sólo estábamos ella, las flores silvestres y yo”.
En este viaje lleno de obstáculos, Sara aplica su propio antídoto para no perder nunca la moral: “Hago la tarea de evocar los momentos increíbles, los buenos y los malos, porque son tantos que, en Barcelona, quizás habría necesitado tres vidas para poder vivirlos”.
Ahora, Sara Ortín se encuentra en Zambia, donde ha puesto en marcha el proyecto Dziko (en Instagram, @thedzikoproject) una iniciativa para recuperar a los muchos perros abandonados que malviven por toda África. Dziko, palabra que en el idioma chichewa (oficial en Malaui), significa
tierra y naturaleza, es el nombre de un perro al que rescató en ese país.
Un rasgo en común de los viajeros entrevistados es su disposición a repetir, como demuestra el hecho de que todos ellos han sido contactados en pleno periplo en solitario, o preparándolo. Y es que, como dice Francesca, “todos deberíamos viajar solos alguna vez”.
“Lo mejor de viajar sola es que me permite poder centrarme en mí misma y ser más permeable al entorno, tanto al paisaje como a la gente del lugar