La Vanguardia

Toques en presentaci­ón

- Carlos Zanón

En una de esas cuitas trascenden­tales que uno se planteaba de niño tipo “¿en una pelea a muerte quién ganaría, Capitán América o Thor?” uno podía llegar a conclusion­es. Por ejemplo: yo, a los siete años renuncié a ganar Tour, Giro y Vuelta a España porque, aunque sabía ir en bici no había aprendido a hacerlo sin las dos manos. En un proceso mental estúpido a la vez que impecable, mi yo infantil pensó que si, en el momento de ir a ganar el Tourmalet, al llegar a la línea de meta, no podía alzar los dos brazos sin abrirme la cabeza, era mejor renunciar ya mismo al bochorno. Nunca pensé que se podía ganar el Tourmalet sin levantar los brazos. O que es imposible que uno sea ciclista profesiona­l sin saber algo tan sencillo como ir sin dos manos. Era un yo niño en un mundo sencillo lleno de reglas, leyes y zapatillas voladoras. Mi abuelo, para tranquiliz­arme, me decía que hubo un ciclista de su época, Bahamontes, que no necesitaba a nadie para escalar, pero a la hora de las bajadas a toda velocidad, esperaba al pelotón porque le daba miedo. Aunque me reía en mi yo interno de mi yo infantil de Bahamontes le entendía. Por supuesto. En las bajadas mi pedal de freno era tan usado que parecía que llevara no una Orbea sino una bicicleta estática. Mi yo infantil también quería ser jugador del Barça. En su momento también lo desestimé (como ser astronauta por no ser estadounid­ense, casarme con Tracey Ullman por no saber inglés o ser actor porno por, bueno, da igual). El motivo de que desestimar­a ser jugador de mi equipo no era porque fuera un patoso –delantero goleador al principio y defensa central resentido y crepuscula­r al final– sino por algo que ahora, de ser yo un crío no me impediría soñarlo: no sabía dar más de cuatro o cinco toques en el aire al balón. Me imaginaba en mi presentaci­ón, saltando al césped del Camp Nou, gente coreando mi apellido y saber que estaba a punto del desastre. Lo de mi apellido también me inducía a pensar que no podría triunfar, al menos, en la liga española. Mi apellido, de origen italiano, rima con demasiados insultos que podían ser fácilmente encontrado­s y coreados en todos los estadios. Sin embargo, en la actualidad, después de las presentaci­ones de Paulinho y de Dembélé, mi yo niño seguiría soñando con triunfar en el Barça, con jugar al lado de Messi y de Messi otra vez, cobrar un montón de pasta (y las bolas extras añadidas: chicas, fama, goles maravillos­os, coches con músicas brutales incorporad­as y vicios ignotos). Estos tres, cuatro, cinco toques en el aire de ahora mi yo niño infantil se veía capaz de darlos. Otra cosa es que, al margen de la genética culé –de padres a hijos como el judaísmo o la miopía–, un niño que, en vez de tener enfrente a gente como Juanito, Hugo Sánchez o Roberto Carlos tuviera a Zidane, Marco Asensio o Isco quisiera dar esos cuatro o cinco toques para jugar en un club que más parece La caída de la Casa Usher que otra cosa.

Tras las presentaci­ones de Dembélé y Paulinho, mi yo niño seguiría soñando con triunfar de blaugrana El Barça parece ahora más ‘La caída de la Casa Usher’ que otra cosa

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