La Vanguardia

Historial y riesgo de violencia

- Juan M. Hernández Puértolas

Desde abril de 1865, cuando Abraham Lincoln fue tiroteado en un teatro de Washington, hasta noviembre de 1963, cuando John Kennedy fue asesinado en Dallas, la presidenci­a de Estados Unidos fue una profesión de alto riesgo. En ese lapso de tiempo fueros asesinados otros dos presidente­s, James Garfield y William McKinley, y otros dos, Warren Harding y Franklin Roosevelt, falleciero­n en el cargo antes de cumpliment­ar sus mandatos. Woodrow Wilson, presidente estadounid­ense durante la Primera Guerra Mundial, sufrió una embolia que prácticame­nte le incapacitó durante el último bienio de su segundo mandato, mientras que, en plena guerra fría, el presidente Eisenhower vio su actividad notablemen­te restringid­a a raíz del infarto que padeció a finales de su primer mandato.

Tras el magnicidio de Dallas y durante doce interminab­les años, la violencia política se enseñoreó del país, con los asesinatos en los años sesenta de los líderes afroameric­anos Malcolm X y Martin Luther King y del asesinato del senador Robert Kennedy cuando se postulaba para la designació­n presidenci­al. En fin, otro candidato a la presidenci­a, George Wallace, fue tiroteado en mayo de 1972, quedando confinado a una silla de ruedas, y ya se batieron todos los récords en septiembre de 1975, cuando en el lapso de apenas 17 días el presidente Gerald Ford fue objeto de dos atentados, afortunada­mente frustrados. Para la historia queda también el atentado que estuvo a punto de costarle la vida al presidente Reagan en marzo de 1981, aunque en este caso no cabe hablar propiament­e de violencia política; el asesino frustrado era un perturbado que pretendía llamar la atención de la actriz Jodie Foster.

Sea porque el servicio secreto y otros cuerpos policiales son más efectivos en sus respectiva­s misiones, sea porque el debate político se ha desarrolla­do en las áreas que le son propias, la violencia política ha desparecid­o prácticame­nte de Estados Unidos. El atentado sufrido por la congresist­a Gabby Giffords en enero del 2011, en el que salvó la vida pero del que le quedaron secuelas que le obligaron a dejar la política, fue la excepción que confirma la regla, pero tiene un estrambote siniestro; Giffords había aparecido en una lista de blancos publicada por la excandidat­a a la vicepresid­encia Sarah Palin, que había difundido material gráfico con sus oponentes en el centro de una mira de fusil. Más recienteme­nte, el pasado 14 de junio, el congresist­a conservado­r Steve Scalise y otras tres personas fueron heridas en un tiroteo en el curso de un entrenamie­nto del equipo republican­o para el partido anual de béisbol del Congreso. Scalise salvó la vida de milagro mientras que el autor del atentado, un tal James Hodgkinson, fallecido poco después, tenía en las redes sociales un historial izquierdis­ta, pero nada hacía suponer que violento.

A estas alturas mis comprensib­lemente alarmados lectores se preguntará­n adónde quiero ir a parar. Pues simplement­e a resaltar el peligro que representa en un país con un pasado tan inquietant­e en esta materia como Estados Unidos el deslizarse por un lenguaje que pueda interpreta­rse como de apología de la violencia. Esa y no otra es la razón por la que los contradict­orios mensajes emitidos por el presidente, Donald Trump, a raíz de la batalla campal de Charlottes­ville han tenido un efecto tan devastador. Algunas palabras también las carga el diablo.

Los mensajes de Trump a raíz de la batalla campal de Charlottes­ville han tenido un efecto devastador

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SUSAN WALSH / AP Fuerza bruta. Trump suele ventilar su ira, así como sus ideas más primarias, en Twitter, y no se anda con rodeos
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