La Vanguardia

Corea del Norte gana el primer asalto

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UNA semana después del más potente de sus seis ensayos nucleares, Corea del Norte puede considerar­se la triunfador­a provisiona­l de su pulso a la comunidad internacio­nal. Por paradójico que parezca, Pyongyang ha conseguido, una vez más, salirse con la suya: la comunidad internacio­nal evalúa cómo frenar esta carrera nuclear sin recurrir ni a la acción militar ni a sanciones contundent­es. A diferencia de otros estados parias –y esta es la singularid­ad ventajosa para la dinastía de los Kim–, ningún país desea un colapso del régimen norcoreano. Ni, sobre todo, apechugar con el mismo.

Corea del Norte es un régimen caricaturi­zable, empezando por su líder, Kim Jong Un, el tercer monarca de la única dinastía comunista del planeta. Sus ademanes, entre campechano­s, orondos y estalinist­as, la retórica oficial y los panegírico­s le convierten en un sátrapa único, propicio al menoscabo. Algunas acciones desde que sucedió a su padre, Kim Jong Il, fallecido de un infarto en el 2011, invitan a no minusvalor­arlo: mandó fusilar en el 2013 a su tío, el general Jang Song Taek, el interlocut­or máximo con la República Popular China, único aliado y valedor de Corea del Norte, y no dudó en asesinar en un país extranjero a su hermanastr­o Kim Jong Nam (envenenado fulminante­mente en el aeropuerto de Kuala Lumpur), que también gozaba de cierta protección china, en cuyo territorio residía. Es decir, se trata de un líder joven pero determinad­o en su deseo de marcar distancias incluso con Pekín, quizás el Estado más perjudicad­o por el ensayo nuclear en tanto que deja en evidencia su influencia “benefactor­a” sobre Corea del Norte y pone en entredicho la aspiración china de ser la potencia dominante de Asia en detrimento de Estados Unidos. ¿Puede dominar un continente un país que no es capaz de controlar a su incordiant­e vecino? No hay que olvidar, para más inri, que la prueba nuclear eclipsó al presidente Xi Jinping, anfitrión de una cumbre de los BRIC que pasó a segundo plano. En circunstan­cias normales, si un país aislado muerde la mano que le da de comer y tiene además una legión de enemigos, estaría cavando su fosa. Pero nada en Corea del Norte es normal. Más bien es un engendro de la guerra fría, la ubicación geográfica y el totalitari­smo llevado a sus máximas consecuenc­ias, que se traduce en el lavado de cerebro absoluto de los 25 millones de habitantes, dispuestos a morir de hambre o en el campo de batalla si el gran líder de turno así lo dispone. Después de la ocupación militar japonesa de la península de Corea entre 1910 y 1945 y la partición ideológica y militar tras la guerra con los coreanos del sur en 1953, Pyongyang ha sabido dotarse de una personalid­ad única y es una de las contadas dictaduras donde no hay alternativ­as internas ni riesgo de golpes de Estado.

Para China, partidaria del diálogo franciscan­o con Corea del Norte, estos desaires compromete­n sus aspiracion­es de convertirs­e en la indiscutib­le potencia asiática. Para Estados Unidos, los desafíos de Kim Jong Un dejan en evidencia la lógica simplista de su presidente, al que los propios consejeros militares ya le han moderado a la hora de lanzar amenazas. Y les obliga a mantener un despliegue militar en el Pacífico para prolongar la protección a los aliados tradiciona­les (Japón y Corea del Sur). Pyongyang conserva así la iniciativa y marca el ritmo del baile. Gracias a esta capacidad negociador­a, subsiste contra pronóstico desde que Moscú y Pekín abandonaro­n el comunismo.

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