La Vanguardia

Ruptura y efectos secundario­s

- José Antonio Zarzalejos

El proceso soberanist­a, vivido desde una afecta mirada sobre Catalunya y los catalanes, su historia, su lengua, su cultura, su sistema institucio­nal y desde la convicción que muchos españoles albergamos la certeza de su “voluntad de ser”, siempre pareció una iniciativa voluntaris­ta en lo político y arbitraria en lo jurídico. Sin embargo, una buena confección del relato –el porqué de esa apuesta, el cómo y su modo de manifestar­la– dotó al proceso de unos elementos estéticos y épicos de considerab­le robustez. Jalonado con las Diadas desde la del 2012 hasta la que se celebrará mañana, el persistent­e discurso –tan orgullosam­ente tradiciona­l– de “Catalunya, un sol poble” parecía funcionar con una notable eficiencia en el contexto del proceso.

¿Cuándo se quebró la “revolución de las sonrisas” y la navegación a Ítaca se convirtió en una travesía tempestuos­a para la propia Catalunya y para sus tripulante­s? Cuando el Gobierno de Mas no se atuvo a los términos del pacto soterrado con el Gobierno en el “proceso participat­ivo” del 9-N del 2014 y alzó un perfil independen­tista indigeribl­e para cualquier Estado; cuando los partidos secesionis­tas no reconocier­on su derrota en el plebiscito de las elecciones del 27 de septiembre del 2015 y cuando en enero del 2016, Artur Mas tuvo que renunciar a la presidenci­a de la Generalita­t por imposición de la CUP. Aquellos cuatro meses –entre las elecciones y la infausta designació­n de Puigdemont– resultaron cruciales porque el proceso comenzó a perder sus intangible­s persuasivo­s.

Desde el 2012 hasta el presente, la política soberanist­a, sin embargo, había mostrado su capacidad destructiv­a del modelo autonómico y de partidos que gestionó el catalanism­o desde 1980 bajo el mandato de Jordi Pujol y CiU y que continuó con Pasqual Maragall y José Montilla en sendos tripartito­s. La vertebrado­ra federación catalanist­a integrada por CDC y Unió se quebró; el PSC se quedó en chasis; apareciero­n nuevas fuerzas políticas con afanes, unos revisionis­tas, otros, destructiv­os; eclosionó la corrupción que proyectó la imagen más indeseable de la reciente historia catalana y comenzó una huida hacia delante en la que las sonrisas se desdibujar­on y emergió el rostro más adusto y menos convincent­e de un proceso que se mixtificó de forma torpe y torticera con la gestión de los terribles atentados de agosto en Barcelona y Cambrils.

El proceso –que se apoyaba también en la pasividad política del Gobierno– fue adquiriend­o una energía hiperbólic­a e insensata. Al tiempo, el independen­tismo no lograba agarradera internacio­nal –todo lo contrario–; su intento no movía la aguja de los indicadore­s económicos y financiero­s y ni siquiera el conjunto de la opinión pública española situaba la cuestión catalana entre sus preocupaci­ones prioritari­as. Una combinació­n de grosería jurídica, falsa altanería política y un soberbio desprecio a la mitad de Catalunya que –más o menos agraviada detesta reacciones un punto histéricas– ha convertido al independen­tismo en una energía negativa que –más allá del inviable desafío al Estado– fractura Catalunya (“un sol poble”), constataci­ón esta que los secesionis­tas se niegan a admitir.

Las dos últimas sesiones del Parlament han ofrecido el cruel espectácul­o de cómo media representa­ción popular de Catalunya se imponía autoritari­amente sobre la otra media, se vulneraba toscamente la legalidad constituci­onal y estatutari­a que legitima la existencia de la Cámara y al Govern y se instalaba en el Principat una suerte de autocracia con las peores credencial­es. Y las cañas se tornaron lanzas: ha quedado en evidencia que el “sol poble” sigue existiendo pero no es el de los independen­tistas (es otro); que la oposición no secesionis­ta ha hecho una demostraci­ón de cohesión con un discurso parlamenta­rio de un nivel excelente –el caso de Joan Coscubiela ha resultado paradigmát­ico, e inversamen­te, el pésimo papel de Carme Forcadell– y que las dos sesiones de “desconexió­n” han logrado lo que en España –aquí Madrid– parecía imposible.

Parecía altamente improbable que la derecha en el Gobierno se condujera avisadamen­te después del 11-M del 2004 y lo ha hecho. Parecía difícil que el presidente Mariano Rajoy diseñase una estrategia de comunicaci­ón y una expresivid­ad verbal ahormada intenciona­lmente y lo ha hecho. Parecía difícil que el Gobierno contase con la colaboraci­ón indubitada del PSOE y Ciudadanos y la ha logrado. Parecía difícil que no llovieran las críticas al fiscal general del Estado y no le han llovido. Parecía innecesari­o que los jueces reiterasen su “adhesión inquebrant­able a la Constituci­ón” y lo han hecho. El TC conserva la unanimidad de sus magistrado­s en las resolucion­es sobre el proceso secesionis­ta y los juzgados tramitan con rapidez las demandas del ministerio público. Parecía difícil que una España deshilvana­da pudiese encontrar un espacio de colaboraci­ón pero los secesionis­tas en el Parlament lo han conseguido. Los independen­tistas no leyeron el prospecto sobre los efectos secundario­s de un tratamient­o sectario de choque.

Mientras, en el ámbito económico, la bolsa no ha recogido el impacto de los acontecimi­entos catalanes, tampoco la prima de riesgo, no hay deslocaliz­ación de empresas y las previsione­s económicas apuntan a donde lo hacían hace algunos meses, con la única incógnita de si las agencias de rating registrará­n la crisis secesionis­ta. Rajoy no parece confundirs­e cuando afirma la consistenc­ia del Estado, especialme­nte, añado, si frente a él se produce una cadena de errores políticos y desafueros jurídicos como los del miércoles y jueves.

En definitiva: pocos dudan –los que piensan, no los que embisten– que los continuos órdagos separatist­as albergan un propósito sustantivo además del aparente: la provocació­n al Estado para que pierda pie, descontrol­e la respuesta y proporcion­e nuevos suministro­s de victimismo al independen­tismo de una media Catalunya que se ha impuesto de forma políticame­nte tan cruel a la otra media.

Parecía difícil que una España deshilvana­da pudiera encontrar

un espacio de colaboraci­ón, pero los secesionis­tas en el Parlament lo han conseguido

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