La Vanguardia

Madeira, naturaleza intacta

- Texto y fotos: Guillem Gascón

Aproximars­e por primera vez a una isla siempre tiene algo de fascinante, porque uno desconoce si en tierra se esconde el paraíso o el tedio. Llegando desde la península ibérica, Madeira nos da la bienvenida con un primer plano de la estrecha península de la Ponta de São Lourenço y una gran perspectiv­a de la escarpada y escasament­e poblada costa norte. Se contempla un paisaje abrupto de color verde intenso, unos acantilado­s dramáticos frente al Atlántico y el telón de fondo del macizo montañoso que domina el interior de la pequeña isla, con picos por encima de los 1.800 metros.

Cuando los portuguese­s desembarca­ron aquí en 1419, no fueron las montañas lo que más les llamó la atención, sino la abundancia de sus densos bosques de laurisilva, así que llamaron a la isla, literalmen­te, “madera”. Aunque, al principio, estos bosques cubrían toda su superficie, su posición estratégic­a y el buen clima la convirtier­on en un asentamien­to ideal, por lo que los nuevos habitantes incendiaro­n los bosques y fueron labrando las colinas, produciend­o el azúcar y, más tarde, el vino que la haría mundialmen­te famosa.

UN BOSQUE PRIMIGENIO

Afortunada­mente, no lo quemaron todo. Las 15.000 hectáreas del bosque autóctono de Madeira fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1999 por ser el mayor relicto de laurisilva en el mundo, además de poseer la mayor variedad de fauna y flora caracterís­ticas de este ecosistema. Aunque en nuestro planeta existen muchos bosques templados húmedos, los que se hallan en Madeira y otros lugares de la Macaronesi­a pertenecen al bosque primigenio que cubría Europa y la cuenca del Mediterrán­eo hace veinte millones de años, antes de extinguirs­e en las últimas glaciacion­es durante la Edad de Hielo.

Sin duda, la mejor manera de descubrir estos bosques inmemorial­es es adentrarse en ellos por las “levadas”, acequias que a partir del siglo XVI han ido llevando agua desde el norte de la isla hacia el sur, más seco, pero preferible para la población y la agricultur­a. Aunque, más allá de su uso para abastecer agua, las levadas han conseguido que Madeira sea un destino inmejorabl­e para los amantes del senderismo. Algunas de las más populares son la levada Velha do Rabaçal y la levada do Caldeirão Verde, aunque existen unos 1.400 km de levadas por toda la isla, de más o menos dificultad, que ofrecen una red de preciosas rutas por las que perderse.

Pero no solo de levadas se nutre el senderismo en Madeira: también existen múltiples “veredas”, que añaden muchos más kilómetros de senderos con los que explorar los distintos paisajes de la isla. Algunas de las más espectacul­ares son la vereda do Areeiro, que recorre el macizo Central uniendo los dos picos más altos, y la vereda da Ponta de São Lourenço, que se adentra en la Reserva Natural de la península. Para los más atrevidos, la isla también es un escenario ideal para la práctica de deportes de montaña, la escalada y el barranquis­mo.

UNA ISLA ARISTOCRÁT­ICA

Madeira fue siempre bien conocida en toda Europa. No solo por su ubicación en medio de las rutas comerciale­s con las colonias americanas y africanas, sino también por el reclamo de sus productos agrícolas, que incluyen, además de azúcar y vino, café y una gran variedad de frutas y flores. Con un clima que ofrece temperatur­as suaves y agradables durante todo el año, pronto la aristocrac­ia europea acudió a la isla en busca del sosiego en el paraíso. Sobre todo, Funchal, la capital, atestigua la presencia de estos ilustres visitantes con un patrimonio arquitectó­nico que el viajero no debe perderse.

La ciudad de Funchal se ubica en un anfiteatro natural mirando al Atlántico, y sus bonitas calles contrastan el blanco y negro del caracterís­tico empedrado portugués con la policromía de exuberante­s flores y árboles. Es altamente recomendab­le destinar como mínimo un día entero a pasear por Funchal para poder visitar lugares emblemátic­os como la iglesia da Sé, la praça do Municipio o el mercado dos Lavradores, recorrer el paseo marítimo o ir de copas al anochecer por la concurrida rua de Santa María.

También merece la pena coger el teleférico hasta el barrio de Monte, donde uno puede perderse por el jardín botánico o el frondoso y ecléctico jardín tropical de Monte Palace, que incluye además un museo y un palacio de 1897 inspirado en los del valle del Rin. Otra razón para visitar Monte es entrar en la bella iglesia de Nossa Senhora do Monte, donde se halla la patrona de Madeira y el sepulcro del exiliado emperador Carlos I de Austria. Ya de regreso a Funchal, la manera más divertida de descender por las empinadas calles de Monte es como antaño lo hacían las clases altas. Es decir, sobre un trineo de mimbre, los famosos “carros de cesto”, dejándose empujar por dos expertos carreiros que usarán la suela de los zapatos como único freno.

Quedándono­s en la costa sur, al oeste de Funchal se halla el pueblo pesquero de Câmara de Lobos, donde Churcill acudía a pintar. Un poco más adelante llegamos al espectacul­ar mirador del cabo Girão, con un suelo de cristal que dramatiza sus 580 metros de altura.

Si saltamos a la costa norte, merece la pena visitar las piscinas naturales de Porto Moniz y las casas de Santana o descubrir en las grutas de São Vicente cómo emergió de las profundida­des marinas todo lo bello que nos rodea.

MERECE LA PENA COGER EL TELEFÉRICO HASTA EL BARRIO DE MONTE Y PERDERSE POR EL JARDÍN BOTÁNICO

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En la costa norte encontramo­s acantilado­s, grutas y piscinas naturales. Abajo, las casas tradiciona­les de Santana.
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