Madrid desdramatiza
La calle y la sociedad civil organizada viven con inquietud la espiral tensión que ha generado la rebeldía de la Generalitat, pero son inmunes al toque a rebato de la política y los medios
La villa de Madrid anda divorciada de sus quioscos y de esa corte revuelta en tertulias radiotelevisadas de expresión monocorde que llaman a la ira y a la victoria. Vista de lejos, además de estar tocada por una boina de contaminación, Madrid –villa y corte– se diría caldo hirviente de revanchismo unionista contra la desobediente Generalitat y sus pretensiones soberanistas. Pero basta alejarse de los gritos diarios del quiosco y de la tipografía exagerada de las solemnidades cortesanas para descubrir que la emergencia nacional importa lo justo.
El esfuerzo comunicativo desplegado por el Gobierno ha tenido éxito logrando una unanimidad de opiniones publicadas inequívoca en defensa del marco legal. Pero en la calle no hay urgencia. El mensaje penetra en la sociedad, sí, como penetra el zumbido inmisericorde de un mosquito noctámbulo en las noches de verano. Molesta pero no roba el sueño.
Madrid desdramatiza. En buena medida, porque la ciudad, caótica y desparramada en una región de seis millones de habitantes, carece hoy de otra identidad que no tenerla. Madrid, la villa inacabable, es un contrato social de imposible equilibrio donde hasta enfadarse es un engorro. Pese al augurio de los sociólogos, no se resintió la convivencia cuando la crisis convirtió los barrios del sur en un varadero de desempleados venidos de otros países. Y a Madrid, este atributo de despersonalización y convivencia asimétrica, pacíficamente imperfecta, se le está acusando con la edad.
Hace una década, cuando los sectores conservadores, con el PP y la archidiócesis de Antonio María Rouco Varela a la cabeza, arengaban a la población y agitaban la calle contra José Luis Rodríguez Zapatero –por el Estatut, por el aborto, por el matrimonio homosexual, por la tregua de ETA...–, el negocio de la banderas españolas andaba boyante en la ciudad. No había mes sin su manifestación abanderada –banderas con y sin pollo–, y los asistentes se contaban por decenas y hasta cientos de miles. Menudeaban los balcones rojigualdos y las urnas azules con firmas contra el Estatut. La derecha sociológica, tanto como la ideológica, presumía de comprar champán francés por no dar aliento a los viñedos catalanes y la identidad nacional se articulaba como trinchera de resistencia frente a vascos y catalanes tanto en el centro derecha de la ciudad.
El contraste es muy patente: Hoy, con una crisis territorial que es real, no maliciada, y con la Generalitat en rebeldía, es decir, con una crisis de Estado en marcha, no hay manifestaciones dignas de tal nombre, no han florecido banderas de España en los balcones y ni los taxistas, gremio proverbialmente inclinado al enfado y a la arenga –con el tráfico, con la alcaldía, con los ciclistas o con lo que sea– y expuesto durante horas a los sobresaltos de la tertulias radiofónicas, parecen poco interesados en lanzar soflamas.
Los más airados no pasan de un “pues que se vayan y dejen de dar la lata”. (No dicen “dar la lata”, pero se entenderá el pudor a que el decoro periodístico obliga).
La manifestación improvisada del pasado miércoles, cuando se conocieron las detenciones de cargos de la Generalitat y el grupo confederal de Unidos Podemos, En Comú y En Marea acudía a la Puerta del Sol acompañando a diputados de PNV, PDECat, Esquerra y Compromís –el clúster de Zaragoza–, apenas dos docenas de ultras y falangistas acudieron con ánimo de reventar el encuentro. Eran los mismos (se los identificaba por las banderas) que se habían plantado ante el Ayuntamiento en Cibeles, el día en que Manuela Carmena prestó a Carles Puigdemont los auspicios municipales para que diera una conferencia que el Senado no quiso escuchar. La policía los pertrechó bajo la fachada de la antigua Dirección general de Seguridad, el Palacio de Correos que hoy es sede de la presidencia de la Comunidad. Unas docenas frente a los improvisados miles que se solidarizaron con los cargos catalanes detenidos, en una manifestación en el corazón de la ciudad impensable hace solo unos años.
Sucedía el gesto al del acto desobediente en apoyo del derecho a decidir en Catalunya en el Teatro del Barrio, donde un millar de militantes de izquierdas tomaban una callecita de Lavapiés desafiando a un juez. Si el intento del Parlament por crear épica nacional los días seis y siete del presente se saldó como un sainete de Arniches, el del Gobierno por infundir emergencia democrática no ha corrido mejor suerte. Incluso ha generado una cierta simpatía catalana en la población más joven de la ciudad que habita la mitad sur del Madrid redondo (el cercado por la M30, la muralla de este poblachón hipertrofiado) –los barrios de Chamberí, Malasaña, Chueca, Tribunal, Latina, Lavapiés, Emabajadores, Austrias...–. Los ejemplos menudean: mientras el Parlament daba un ejemplo tan poco edificante, los barceloneses de Manel hacían cantar en catalán al barrio de Arganzuela en la verbena de La Melonera. Unas horas antes de aquello, la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España anunciaba que la película que defenderá el pabellón español en los Oscars de este año sería Estiu 1993, de la barcelonesa Carla Simón Pipó, un filme rodado en catalán y que ya triunfó por todo lo alto en el festival de Málaga de cine en español. “En español”. La peculiar precisión obedece a que este año el certamen malagueño, que hasta 2016 exhibía la etiqueta de “Festival de cine español” ha abierto su sección oficial al cine latinoamericano. Días después, las academias española y catalana de cine firmaban una alianza.
El nacionalismo español, especialmente el reactivo, impregnaba hace una década a la mitad conservadora de la ciudad. Todo el centro derecha social creyó que Zapatero vendía España cuando se lo gritaron desde las ondas.
Una década después, cuando cabría pensar que esta vez sí, que viene el lobo, los paisanos se encogen de hombros. La bandera, que siempre fue más querida por el centro derecha en Madrid, estos días solo está convocando a pequeños grupos de nostálgicos.