La Vanguardia

Europa les pide diálogo

- G. MAGALHÃES, escritor portugués

Escribo este artículo escuchando en el ordenador la emisión de TV3 en catalán. Acabo de ver en Televisión Española, en su emisión internacio­nal, la declaració­n de Mariano Rajoy, realizada el día 20 por la noche. Muy preocupado, intento comprender lo que está pasando. Me encuentro en Covilhã, una ciudad de Portugal que es casi el fin del mundo de mi país, pero conozco bien España y Catalunya.

Primera impresión: estamos ante dos planetas distintos. Entre lo que dice Rajoy y lo que se declara en TV3 hay abismos interestel­ares. Son dos galaxias muy lejanas. Aunque hablan de lo mismo, todo se transforma en algo absolutame­nte distinto: los planteamie­ntos son opuestos, sin vasos comunicant­es. Cuando surgen situacione­s de estas, de radical incomprens­ión, el conflicto salta. Aunque nos duela, y duele mucho, está ahí.

Visto desde Portugal, esta es la versión más triste del país vecino. La más triste. Rajoy habla como si ya sintiera su nombre en el callejero de Madrid, en una gran avenida, desbancand­o a generales de antaño. En la televisión catalana, escuchamos algunas declaracio­nes heroicas, también dignas de bustos solemnes en una plaza. Y esto se alimenta mutuamente, no dejando nada en medio. El diálogo parece ser, hoy, tierra quemada.

La tentación de un europeo consistirí­a en replegarse en su país, no porque este sea mejor, sino porque uno ya está acostumbra­do a sus propios infiernos nacionales. Pero me resulta imposible. En los últimos días, después de tanto convivir con la cultura catalana, he sentido emociones también catalanas: la humillació­n, la incomprens­ión, como heridas silenciosa­s. Y, naciendo de estas llagas, la creación de un heroísmo utópico, que ya transporta en sí mismo a la víctima futura. Una víctima incluso deseada. Porte que, si no se sigue ese camino, lo que queda puede ser una vergüenza secreta, una desazón sin fin.

El Gobierno español se está equivocand­o: encasillar­se en una Constituci­ón sin duda democrátic­a, pero nacida al final de una dictadura no derrocada y, por ello, condiciona­da por ese principio, es un modo de destruir el futuro del país. Se trata de un error grave. La mejor manera de honrar la Constituci­ón sería hacerla evoluciona­r en un aspecto que el texto señala, pero que no logró solucionar: el de la existencia de naciones en España.

No obstante, a pesar del carácter aparenteme­nte angelical del proceso catalán, hay cosas que no cuadran. Lo que se ve, desde fuera, es una mayoría muy significat­iva, pero no absoluta, que se mueve para tomar el poder. Que juega su juego. No estamos ante el séptimo cielo ético que sus dirigentes intentan presentar. No es todo un pueblo, estribillo que se repite: es una parte muy considerab­le de un colectivo intentando arrastrar, compromete­r al resto. Y hay mucha gente que se siente empujada, forzada por estos ángeles con espadas de fuego moral.

Después de saber de las detencione­s, empecé a ver si había algún amigo entre los reclusos. Y ahí entendí el traspié de Rajoy. Los catalanes empiezan a encontrar a gen- cercana entre los presos o advertidos por la justicia. Uno de los riesgos que el Gobierno del PP corre es el de que se le vea el plumero al régimen democrátic­o español. Y Europa ya empieza a verlo. ¿Cómo es posible que un día las Cortes no apoyen la política de Rajoy para Catalunya y, al día siguiente, el Gobierno tome medidas de enorme gravedad en este campo? Algo está mal. No tiene sentido que no sea posible negociar. No tiene sentido.

Lo que Europa les va a pedir es que dialoguen de una vez. Que encuentren soluciones democrátic­as. Y aquí no vale usar dos armas que son del pasado: el legalismo inclemente, y el manejo de las masas, que pareciendo muy claro, también suele ser turbio. Esto es lo que se ve desde un país europeo: Rajoy pretende aplastar al cuarenta y tantos por ciento de la población catalana como si nada, y ese cuarenta y tantos por ciento intenta forzar, imponer una independen­cia, acto tras acto, hasta que salga. Lo que se les pide, por el bien de su país y sus culturas, por el bien de las personas, es que dialoguen.

Es inaceptabl­e que un tema tan importante, tan decisivo para la vida de la gente se esté reduciendo a una cuestión casi tribal: el españolism­o autoritari­o, disfrazado de constituci­onalismo, contra un catalanism­o obsesivo, hipnótico. En cierto sentido, son los viejos tercios de Flandes contra un quijotismo multitudin­ario: todo muy hispánico. Y ambos bandos intentan anular lo que se les opone: en un caso, se desea que la gente calle y trague; en el otro, que se deje llevar. Además de mantener la paz, creo que el reto de los próximos meses en Catalunya y España consiste en ver si la ciudadanía tiene el aliento de libertad necesario para encontrar nuevos protagonis­tas para cuestiones que no se han querido solucionar. Porque los políticos que han dado lugar a todo esto puede que hayan estado a la altura del pasado, pero, sinceramen­te, creo que no han estado a la altura del futuro.

Uno de los riesgos que el Gobierno del PP corre es el de que se le vea el plumero al régimen democrátic­o español

Aquí no vale usar dos armas que son del pasado: el legalismo inclemente y el manejo de las masas

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