Querer no es poder
Al repasar la concepción, gestación y nacimiento de los últimos estados europeos salta a la vista que el amor no lo es todo. El amor a la patria, a una “identidad nacional”, ni siquiera es determinante. Lo que realmente hace posible un nuevo estado nación es el pragmatismo económico en un contexto internacional favorable.
Los movimientos nacionales en Catalunya, Flandes, Córcega, Escocia y el Véneto, por citar los cinco más relevantes en Europa Occidental, surgen porque las elites políticas, sociales y económicas de estos territorios calculan que les irá mucho mejor por su cuenta. Que luego lleven adelante sus planes secesionistas depende del acomodo que encuentran en el seno de sus propios estados.
Cálculos similares hicieron los líderes de Eslovenia y Croacia, así como los de Chequia y Eslovaquia, los dos estados más jóvenes de Europa. Una vez hechas las cuentas y comprobada la viabilidad económica, buscaron países amigos que garantizaran el reconocimiento internacional y la seguridad territorial del nuevo Estado. Durante esta gestación, y en una vía paralela, activaron los resortes nacionalistas y pusieron en marcha los movimientos populares a favor de la independencia.
Hay una diferencia esencial, por tanto, entre querer y poder. Lo ha dicho muy claro Artur Mas en el
Financial Times. La declaración de independencia es un acto formal y, convenientemente, debería cerrar un proceso de negociación y transición que permita al nuevo estado controlar su territorio, justicia y finanzas. El paso de la independencia deseada a la independencia real es imposible sin estas capacidades
Osetia del Sur y Abjasia, por ejemplo, se independizaron de Georgia en el 2008. Rusia apoyó la secesión, a la que luego se adhirieron Venezuela, Nicaragua, Nauru y Vanuatu. El resto de la comunidad internacional, sin embargo, se mantuvo en el principio de integridad territorial. Los estados ya no se trocean así como así. Sólo en el caso de que fueran colonias, territorios ocupados o sin derechos se contemplaría esta opción.
Ucrania ha perdido Crimea y va camino de perder también la región del Donbas a favor de Rusia pero parece difícil que estas anexiones sean reconocidas. Del mismo modo, sólo Turquía reconoce la República Turca del Norte de Chipre, “independiente” desde 1983.
La caída del muro de Berlín y el colapso de la URSS propiciaron la disolución de Yugoslavia y la partición de Checoslovaquia.
Durante la dictadura del mariscal Tito, Yugoslavia se mantuvo unida. Eran seis repúblicas, cinco naciones, cuatro lenguas, tres religiones, dos alfabetos y un partido único. Tito silenció el pasado en los libros de historia y logró una identidad yugoslava, sobre todo entre los jóvenes urbanitas, que transcendieron los eternos conflictos étnicos. Los matrimonios intercomunitarios parecían asegurar el futuro del país. Sin embargo, todo se precipitó a partir de 1989. La crisis, fruto del hundimiento del imperio soviético, y la mala gestión del gobierno de Belgrado llevaron a Eslovenia y Croacia, las dos repúblicas más ricas, a buscar la secesión. Alemania reconoció su independencia en 1991. Esto alentó a Bosnia a seguir el mismo camino y Serbia puso en marcha una maquinaria militar que causó 140.000 muertos ante el desinterés de la UE por una Yugoslavia unida. Los yugoslavos fueron víctimas de la injerencia exterior pero también de su propio destino, azuzados por una demagogia que exacerbó las divisiones étnicas.
Checos y eslovacos, por el contrario, firmaron un divorcio de terciopelo el 1 de enero de 1993. Igual que en los Balcanes, los sentimientos étnicos crecieron en el vacío que dejó el comunismo y la crisis económica. Aún así, la ciudadanía y los líderes políticos estaban dispuestos a pactar una constitución federal. El presidente Havel apoyaba el futuro en común. Su popularidad, sin embargo, disminuyó ante el auge de su primer ministro, Vaclav Klaus, un thatcherista partidario de privatizarlo todo para superar la crisis.
Las deficitarias empresas públicas estaban en la parte eslovaca y allí otro líder populista vio la oportunidad de acceder al poder a través de la ruptura. La UE podría haber defendido la unidad ofreciendo a Checoslovaquia una vía de acceso pero no lo hizo. El contexto internacional favoreció una separación que, seguramente, años después, a la luz del horror yugoslavo, se habría evitado.
Catalunya tiene ahora un argumento moral fuerte para decidir su futuro y a los soberanistas les salen las cuentas. El contexto internacional, sin embargo, favorece la unidad España. A la Generalitat, en todo caso, le sería fácil encontrar apoyos diplomáticos a favor de una solución a la escocesa: un referéndum pactado con Madrid.
Un nuevo Estado necesita viabilidad económica y un marco internacional favorable que Catalunya no tiene Eslovenia y Croacia se independizaron gracias al apoyo de Alemania y el desinterés de la UE por una Yugoslavia unida