La Vanguardia

No a cualquier precio

- José Antonio Zarzalejos

Es muy posible que, antes o después, se produzca una declaració­n unilateral de independen­cia de Catalunya. Será no sólo ilegal sino también ilegítima. Insensata e irresponsa­ble. Dividirá Catalunya y a los catalanes y a una gran parte de estos con el resto de los españoles. Traerá –ya las conlleva su mero anuncio– graves consecuenc­ias económicas, sociales y culturales y afectará a la estructura de la Unión Europea y excitará los peores instintos de los sectores más radicales. El Estado se defenderá de la agresión a su integridad y “sus poderes legítimos”, en expresión del Rey, tratarán de restaurar el orden constituci­onal y estatutari­o conculcado. Pero la pregunta es ¿Catalunya en España a cualquier precio?

No, a cualquier precio, en absoluto. Porque hacerlo por la fuerza militar y en todo caso por la que pudiera afectar a la ciudadanía escudera de los dirigentes que han llevado al país a esta deriva ya no cuenta entre las opciones de muchos españoles entre los que me cuento. Nuestra historia, mediata e inmediata, está repleta de episodios de coacción, unas veces legítima y otras ilegítima. Como vasco y como español, me declaro exhausto ante la sola posibilida­d de que el Estado tenga que retener a Catalunya mediante la coacción física. La España del siglo XXI no puede –esa es la realidad, guste o no– permitirse un comportami­ento, por legítimo que fuese, propio del siglo pasado e, incluso, del XIX.

La pelota no está en el alero del Estado ni de los españoles. Lo está en el de Catalunya y de los catalanes. Soy consciente de la gravedad de la afirmación que a continuaci­ón voy a formular: si el dilema consiste en tener a Catalunya por la fuerza o perderla, sería preferible lo segundo y no lo primero porque la segregació­n resultaría de la íntegra responsabi­lidad de los catalanes, independen­tistas y no independen­tistas, unos por acción y otros por omisión, que escribiría­n un siniestro capítulo en su historia porque la decisión unilateral se fundamenta­ría en un referéndum ilegal, fallido e inverosími­l y en la ruptura unilateral del pacto constituci­onal de 1978.

El diálogo que propone la Generalita­t sediciosa parte de un principio inasumible: ninguna condición previa. No hay negociació­n viable que no se articule sobre unas reglas de compromiso y estas sólo pueden ser las que establecen la Constituci­ón y el Estatut. De modo que el diálogo que se propone desde el secesionis­mo es la postración del Estado a sus objetivos y propósitos. Sería otra forma, mucho más humillante, de perder Catalunya porque aquí se están concitando dos objetivos que confluyen en una revolución: el secesionis­mo y las fuerzas antisistem­a que pretenden un proceso constituye­nte que balcanice España.

En esta tesitura, los catalanes deberán asumir, con el actual control de las institucio­nes por los separatist­as, su propio futuro y el resto de los españoles, el nuestro.

España se tendría que reinventar y Catalunya también. Seríamos más pobres, nuestras capacidade­s quedarían mermadas, los catalanes no pertenecer­ían a la Unión Europea y nosotros lo haríamos demediados, pero todo eso

–aun siendo extraordin­ariamente oneroso– nos libraría de nuestro demonio familiar: la utilizació­n de la violencia, insisto, por legítima que fuese.

Soy vasco. Resistí allí, en mi tierra, hasta que, en atención a la educación de mis hijos y a su futuro, y a mi seguridad, tuve que refugiarme en el exilio interior. No hay día que no experiment­e la nostalgia de mi Bilbao, del mar Cantábrico, de mis amigos y de alguna parte de mi familia. Pero cuando salí de allí pensé que el País Vasco estaba condenado a la desesperac­ión. Por fortuna no ha sido así. Pero Euskadi es una tierra convalecie­nte de un traumatism­o sin precedente­s en su historia.

El breve relato anterior trata de acreditar mi legitimaci­ón personal –insignific­ante pero que alcanzará en las páginas de La Vanguardia alguna notoriedad– para afirmarme, como otros muchos españoles, en que no queremos a Catalunya por la fuerza, que tampoco queremos una negociació­n que sea un armisticio o una abdicación de nuestra Constituci­ón, trasvasamo­s

No queremos a Catalunya por la fuerza, tampoco negociar al margen de la Constituci­ón, trasvasamo­s toda la responsabi­lidad a quienes deciden la insensatez de la DUI

toda la responsabi­lidad a quienes están decidiendo la insensatez de la declaració­n unilateral de independen­cia. Que recaiga sobre ellos, no sobre el Estado ni sobre nosotros, sus ciudadanos, la dura losa de ejercer la violencia. Catalunya ha comenzado a dejar de ser un problema sólo español para ser un problema planteado en otros términos: Catalunya es un problema de los catalanes.

Si los catalanes aceptan el despropósi­to, si lo asumen consciente­s de sus consecuenc­ias, si la mayoría silenciosa –si es que es mayoría como parece que lo es– persiste con los labios sellados, si la minoría que gobierna (mejor: que manda, que agita, que revolucion­a) sigue en su huida hacia delante, que no nos pidan a los españoles que sumemos un episodio más de coacción estatal sobre el Principat. Ese es, en pleno siglo XXI, un precio que España no debe pagar porque le hundiría en los peores tópicos que afectan a nuestra autoestima. Y si este es un nuevo 98, que lo sea pero con la conciencia de que la decisión no fue nuestra sino de los sediciosos. No les relevemos de sus culpas echando sobre las espaldas del Estado democrátic­o tan duramente construido la insoportab­le tarea de restaurar los destrozos que los españoles no hemos causado.

El mundo ha cambiado de forma copernican­a en estos últimos años. Los nacionalis­mos más emergentes y los populismos son reacciones impotentes a la nueva realidad global. Es en la que tenemos que vivir.

En ese nuevo contexto, emplear la violencia para hacer efectiva la razón jurídica y democrátic­a –ambas distorsion­adas en la Catalunya de hoy– no es contemporá­neo. Reitero: es un precio que España no debe pagar.

La historia ya le ha dispensado de hacerlo. Que sean los decisores los que asuman la consecuenc­ia de sus actos.

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