La Vanguardia

Una vida persiguien­do el cielo

- C. MARTÍN, periodista

Carlos Martín

Ni a la hora de anunciar su retirada pudo esquivar su sonrisa eterna que tan bien ha definido su personalid­ad. Ruth Beitia se ha despedido del atletismo a los 38 años y si no fuera por esa edad ya alejada del estándar del deportista de alta competició­n y por las lesiones que han destruido su potencial físico, aún podríamos dudar de que este adiós de la mejor atleta española de todos los tiempos fuera definitivo.

Tras los Juegos de Londres, con 33 años, ya se despidió de las pistas, pero duró dos meses en el dique seco. Lo que se tarda en viajar a Roma con su madre y su hermana, en comprarse unos patines y en fantasear con aventuras en la montaña y otros deportes de riesgo y, al final, en comprobar que la lluvia de Santander, su querida Santander, lo que aconseja de verdad es hacer deporte bajo techo.

Se aburría sin las zapatillas de clavos y Ramón Torralbo, su descubrido­r y el hombre que ha conducido toda su carrera, le animó a acercarse a La Albericia, la que ha sido su segunda casa. Y Ruthy, como le llaman los atletas, lo hizo. Dijo que por curiosidad, pero lo hizo. Y volvió a conectar con el salto de altura. Y se dio cuenta de que su salud le respondía y que le permitiría seguir en activo. Y así, de una cosa a otra, fue acumulando más medallas hasta sumar 15 de las grandes, entre ellas la mayor de todas, la de oro de los Juegos de Río. Imagen del atletismo español durante dos décadas, Beitia encarna los valores esenciales del atletismo. Ha sido una atleta ejemplar. Lo que brilla es su palmarés, esas 15 medallas internacio­nales, los 29 títulos de campeona de España absolutos, las dos Diamond League o sus impresiona­ntes récords (ha hecho progresar la plusmarca indoor de 1,93 m en el 2001 a 2,01 m en el 2007 y la de pista al aire libre de 1,89 m en 1998 a 2,02 m también en el 2007). Pero no hay que olvidar las lesiones que sufrió, como la que le hizo perderse la final del Mundial del 2011.

Ruthy se ha pasado casi toda la vida persiguien­do el cielo. Desde su primera competició­n en 1991, cuando en Laredo saltó 1,50 m, hasta los pasados Mundiales de Londres (12.ª en la final con 1,88), más de 700 competicio­nes y unos 6.000 saltos, de los que 15 se elevaron por encima de los 2,00 m, un muro que hasta que llegó la cántabra se considerab­a inalcanzab­le para las españolas.

Logró tan descomunal proeza en el 2003, en Avilés, en un concurso local en el que necesitó 11 intentos. Saltó a la primera 1,75 m, 1,80 m, 1,90 m y 1,95 m, a la segunda 1,97 m, con lo que batía el récord de España, también a la segunda 2,00 m, de nuevo plusmarca nacional, y finalmente tres nulos sobre 2,02 m, altura que franquearí­a cuatro después.

Quienes la conocimos al comienzo de su carrera, cuando salía a competir con un peluche al que llamaba Nico, recordamos lo que nos decían los sabios del atletismo, que aventuraba­n que sería una gran saltadora que marcaría una época. Javier Sotomayor, todavía plusmarqui­sta mundial, me dijo un día en Barcelona que aquí teníamos una saltadora que llegaría a saltar 2,00 metros y que podría ser campeona olímpica. Dio en el clavo.

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