Toque lo que toque
Es jueves por la mañana y sigue todo el mundo pendiente del número de moda, el 155, cuando la llamada de un buen amigo enciende todas mis alarmas con un nuevo baile de cifras. “¡Dieciséis días, dos horas, cincuenta y cuatro minutos y trece segundos!” dispara desde el otro lado de la línea telefónica. Lo hace de forma atropellada, con un discurso entrecortado que no me gusta nada. Con el corazón en un puño y la máxima celeridad que me permite mi incapacidad matemática echo cuentas y su ¿premonición?, ¿anuncio? me sitúa en el primer fin de semana de noviembre.
Salto enseguida a mis propios cálculos y a mi propia agenda y cuando ya me imagino otro domingo debatiendo de política hasta en el ascensor, caigo en la cuenta de que mi amigo está hablando apasionada y aceleradamente pero no de los episodios trascendentes que ahora todo lo invaden. Él habla de lo suyo. De los dieciséis días, dos horas, cincuenta y cuatro minutos y trece segundos que le quedan para plantarse en la línea de salida del que será ya su quinto maratón de Nueva York. Me lo está explicando al final de su entrenamiento (de ahí el temblor de sus palabras), que, a pesar de tanta causa y acontecimientos acumulados, en su caso no ha dejado de ser diario.
Mientras algunos han invertido el tiempo analizando las cartas cruzadas entre presidentes, la reprimenda de Méndez de Vigo a Guardiola por su apoyo a los dos Jordis o la manera de dar explicaciones políticas a la poca afluencia en el Camp Nou (como si un diluvio no fuera suficiente), mi amigo, ¡afortunado!, ha estado apurando el suyo en preparar esos 42,195 kilómetros que, me recuerda, arrancarán
Faltan dieciséis días, dos horas, cincuenta y cuatro minutos y trece segundos, pero ya no estoy a tiempo
en Staten Island, pasarán por Brooklyn, Queens y el Bronx y seguirán por la isla de Manhattan hasta la meta en Central Park. Y así es como yo, que fui adoctrinada para no ponerme a prueba cuando asumo que los retos me quedan grandes, siento la imperativa necesidad de inscribirme en la Marathon Major que está al caer.
Se instala en mí una confianza irracional en esos dieciséis días y ahora ya sólo cuarenta y nueve minutos y tres segundos que me quedan para ponerme en forma e intento inscribirme en la gran cita. Pero la decepción se instala pronto en mí de nuevo: es imposible conseguir una acreditación de la de los buenos (no sólo porque las marcas que piden son para mí imposibles, sino porque se repartieron en febrero) y tampoco quedan de las de los malos, que se sortearon en marzo en una lotería que toca a muy pocos. Asumo entonces que nada va a cambiar mis planes para este primer domingo de noviembre. Toque lo que toque. Me cuesta aceptar que no tengo más remedio.