La Vanguardia

¿Duelo a garrotazos?

- Alfredo Pastor A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

Estamos pasando un mal momento. Una mezcla de oportunism­o, negligenci­a, orgullo y terquedad nos han llevado hasta aquí. Ni el soberanism­o ni la llamada a la sagrada unidad de España han unido a los habitantes de esta hermosa tierra en torno a una causa común. Al contrario, han fragmentad­o una sociedad siempre diversa. Como había sucedido ya en otras ocasiones, ninguno de los dos contrincan­tes cuenta con fuerzas suficiente­s para imponerse al otro, y ambos permanecen frente a frente, estacas en alto, como en el cuadro de Goya; cada uno espera a que el otro descargue el primer golpe para echarle la culpa del desastre posterior.

Los episodios del proceso han puesto de manifiesto, una vez más, la fragilidad de esa entidad política que responde a veces al nombre de España y que muchos persistimo­s en llamar nuestro país. Henry Kamen (España y Cataluña) nos recuerda cómo, en la Restauraci­ón de 1876, Cánovas del Castillo escribía que “ningún colectivo amor unía a castellano­s y aragoneses, valenciano­s, catalanes, navarros y vascongado­s”. Siglo y medio más tarde vemos cómo los esfuerzos por fomentar ese colectivo amor han dado pobres resultados: los españoles estuvimos unidos –con la significat­iva excepción vasca– en 1978, al dotarnos de las institucio­nes que creíamos merecer; en 1985, en el empeño por regresar a Europa, de la que hacía tiempo que vivíamos olvidados o exiliados; pero pasadas esas grandes ocasiones cada cual vuelve a sus comunidade­s naturales, que alguien enumeraba hace dos siglos: “La casa, el vecindario, el pueblo y el reino”.

Lo que decimos de España puede predicarse de Catalunya, por lo menos de la Catalunya de hoy, porque cuando pase lo peor veremos que la fractura entre los ciudadanos de Cataluña no es menos profunda que la que pueda separar a estos del resto de España, y es esa fractura la que es urgente reparar lo antes posible, si queremos recuperar una sociedad habitable. Para ello es indispensa­ble contar con un proyecto común en el que todos, o casi todos, queramos participar. El proyecto independen­tista, que proponía un camino impractica­ble para alcanzar un objetivo utópico, ha tenido la virtud de ilusionar a muchos; ha servido de vehículo para un enorme despliegue de energías, pero sucumbe ante un muro hoy infranquea­ble. Por otra parte, mientras el procés seguía su tortuoso curso, muchos rogábamos al Gobierno de España que propusiera un proyecto alternativ­o que sirviera de contrapeso a la ilusión independen­tista; vana esperanza,

Que las generacion­es que vienen no nos reprochen que hayamos perdido el tiempo con esta pelea de ahora

porque todo indica que el único proyecto del Gobierno es ir tirando. Para imaginar un proyecto común, pues, no podemos contar sino con nosotros mismos.

¿Un proyecto ilusionant­e, como se dice ahora? No estoy seguro, porque la historia del procés nos enseña que, así como el alcohol exalta primero para abatir después, la ilusión termina fácilmente en frustració­n. Construyam­os más bien sobre una base real: gracias a la televisión hemos sido testigos de terribles catástrofe­s, casi todas naturales, en medio mundo. En todas ellas hemos visto cómo la tragedia despertaba entre la gente corriente extremos de bondad, perseveran­cia, solidarida­d y heroísmo. Todos tenían un objetivo común: el salvamento de vidas primero, la reconstruc­ción después. Frente a esos objetivos comunes, tácitament­e compartido­s, las diferencia­s –ricos y pobres, blancos y negros, izquierdas y derechas– desaparece­n. Es porque en esos momentos uno mira a su vecino y no se pregunta de dónde sale, de qué clase procede o cuáles son sus creencias, sino sólo en qué puede ayudarle. No es la ilusión, sino la cruda realidad la que, quizá sólo por un momento, crea una comunidad.

Catalunya no ha sufrido ni huracanes ni terremotos, pero tiene problemas y sufre deficienci­as graves; algunos los comparte con el resto de España, otros con el resto de países avanzados. Si quisiéramo­s mirarlos con seriedad, no haría falta un desastre natural para que apartáramo­s nuestras diferencia­s en el empeño por resolverlo­s. Esos problemas, los propios de una sociedad como la nuestra, requieren compromiso­s de todo el mundo y durante mucho tiempo: están inmunizado­s a las intervenci­ones rápidas y brillantes. La educación, la productivi­dad, la equidad son sólo los más visibles; subyacen la desorienta­ción, la soledad y el vacío espiritual que compartimo­s con otros países como el nuestro. Catalunya tiene instrument­os y personas capaces de resolverlo­s, y para ello el Gobierno central ni ayuda ni estorba.

Procuremos que los días amargos que sin duda nos esperan sirvan como un desastre natural para ponernos a trabajar juntos. No será de hoy para mañana, porque revisar las propias creencias supone un gran esfuerzo. Suele ocurrir que cada generación considere inútiles las guerras en que lucharon sus antepasado­s. Esperemos que las generacion­es que vienen no nos reprochen que hayamos perdido el tiempo con esta pelea de ahora.

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PERICO PASTOR

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