La Vanguardia

El árbol de los aguacates

MIGUEL MONTES NEIRO (1950-2017) Preso durante 36 años sin delitos de sangre

- MAYKA NAVARRO

Yahora quién se encargará de recoger los aguacates del árbol que con su sombra refresca el patio de la casa de su hermana Encarna, en Benalmáden­a? Cuando en el 2012 Miguel Montes Neiro recuperó la libertad, tras 36 años ininterrum­pidos entre rejas, que se escriben pronto, una de las primeras cosas que hizo aquel hombre fue trepar como un mono hasta las ramas más altas y arrancar las piezas maduras. Casi se descalabra. Pero en esas primera horas sin muros, ni más reglas que las de su conciencia, sintió el vértigo de no saber si podría sobrevivir allí fuera.

Y pudo. Cinco años ha disfrutado Montes Neiro de esa libertad robada por un sistema penitencia­rio en el que quedó atrapado, sin ver la salida. Nunca fue un santo. Pero nadie sin delitos de sangre merece encadenar condena tras condena hasta sumar esa escalofria­nte cantidad de días, horas y segundos encerrado. “Allí dentro había un bandido. Un delincuent­e. Aquí fuera hay un padre, un hermano, una persona que siente y padece el sufrimient­o de los suyos, más que el propio”. Eso me contó Manuel en marzo del 2012, cuando le entrevisté en casa de su hermana, en Málaga, con el fotoperiod­ista José Luis Roca.

Imposible olvidar esa borrachera de colonia Brumel en la que se bañaba por las mañanas. Y esos intensos ojos azules de un mar revuelto que visitó a diario en su días de libertad. Montes nunca negó su pasado. Asumió sus hechos y pagó por ellos, con propina. Y pidió perdón a las víctimas que se lo requiriero­n.

Entró por primera vez en la cárcel cuando apenas tenía 16 años. Hubo un robo en el barrio granadino del Zaidín. Y ya no paró. Quebrantam­ientos de condena. Motines. Revueltas... atracos. Pero ni un solo delito de sangre. Durante los últimos años, sus hermanas Carmen y Encarna lideraron una campaña heroica visitando todos los medios de comunicaci­ón e institucio­nes, en las que suplicaron su libertad. Ya le habían diagnostic­ado un cáncer, y le querían un tiempo fuera para poder disfrutarl­o.

Siempre habló con verso cursi y avieso. Durante estos últimos cinco años no quiso llorar. Contaba que había gastado todas las lágrimas allí dentro. Entonces ya me dijo, vacilón y coqueto, que estaba seguro de que no le iban a quedar más de diez años de vida. “¿Para qué quiero más?”, se preguntó. Y se me ocurrió decirle que quizás para enamorarse de nuevo... Entre risas me dijo: “Espero que no. No quiero que el enamoramie­nto le reste alegría a mis gestos, a mis palabras ni a mis sensacione­s. Con las mujeres todo va bien, hasta que siempre va mal”.

En estos cinco años, Montes, bautizado entonces como el preso más antiguo de España, cambió el llorar por cantar. Fandangos, soleás, reinterpre­tando a su manera a Camarón y Morente.

Fue imposible arrancarle un solo buen recuerdo de sus 36 años entre rejas. Prometió que no regresaría nunca más a una cárcel, ni a visitar a sus amigos, y cumplió. Al poco de ser excarcelad­o se le detuvo por un robo, pero siempre mantuvo y se comprobó que no tenía nada que ver, salvo amistad con algunos de los autores.

Nunca tuvo miedo a nada, ni a nadie. Solo pena por si moría allí dentro, en una celda, junto a un funcionari­o. Al final falleció como soñó. Rodeado de su gente.

Aquella vez le pregunté qué haría, si volviera a nacer. «No haría nada parecido. Había muchos caminos en la vida y yo transité por los peores, por los más difíciles. Fuimos unos idiotas”. Montes rebuscó entonces en los cajones del comedor y sacó un tirachinas que había fabricado hace años en prisión. “Se lo entrego. Ha sido mi única arma. Esa y el saber que un día volvería a vivir”. Como oro en paño lo guardo.

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EFE

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