La Vanguardia

Un país a la deriva

-

Carles Puigdemont, presidente de la Generalita­t, mantiene a Catalunya montada en la vagoneta de una montaña rusa. No es una montaña rusa al uso, de ruta y velocidad prefijadas, sino otra imprevisib­le, que parece evoluciona­r desprovist­a de un timonel fiable.

Es una vagoneta que ya no sabemos quién pilota, y que está sometiendo a todos los catalanes embarcados en ella a la más mareante de las incertidum­bres. Tras dos días de reuniones maratonian­as, que se prolongaro­n mañanas, tardes, noches y madrugadas, y en las que intercambi­ó impresione­s con miembros de su partido y de la mayoría parlamenta­ria soberanist­a, también con su Estado Mayor en la sombra, el president amaneció ayer con el aparente propósito de convocar elecciones. Se dio incluso por buena una fecha, la del miércoles 20 de diciembre. Esa era, en opinión de la mayoría de los catalanes que asisten sobresalta­dos a tanto vaivén político y temen por el futuro colectivo, la opción más razonable. También era la opción convenient­e para dar con la salida menos traumática a la enrevesada coyuntura política actual. A diferencia de una declaració­n unilateral de independen­cia (DUI), que comportarí­a la inmediata aplicación del artículo 155 de la Constituci­ón, y la consabida intervenci­ón de la autonomía catalana por el Estado, la convocator­ia de elecciones propiciaba un guión de pacificaci­ón política y social que ahora mismo resulta tan deseable como urgente.

Sin embargo ayer, tras nuevas y agitadas reuniones matutinas, renovadas presiones del ala radical del independen­tismo, amagos de dimisiones si se seguía con el plan electoral y acusacione­s de traición, Puigdemont pospuso una hora su declaració­n institucio­nal prevista en el Palau de la Generalita­t para las 13.30 horas. Y, poco antes de las 14.30 horas, se comunicó que esta segunda convocator­ia quedaba anulada. Cuando finalmente apareció en público, sobre las cinco de la tarde, Puigdemont expuso un plan distinto del que iba a comunicar por la mañana. Afirmó entonces que si bien había considerad­o la posibilida­d de convocar elecciones, recalcando que esa era su potestad, entendió que el Partido Popular no había dado garantías de que tal convocator­ia bastaría para evitar la aplicación del 155. Y concluyó que ahora correspond­ía al Parlament proceder según lo determine su mayoría soberanist­a. En otras palabras, pareció descartar las elecciones, pasar la pelota a Junts pel Sí y la CUP, y dejar que sean ellos los que decidan si habrá declaració­n de independen­cia. La Cámara catalana se reunirá hoy y es probable que al fin salgamos de dudas. O no. En tal caso, no despejarem­os la incógnita hasta que el Senado vote sobre la aplicación del 155 y hasta que el Gobierno la haga efectiva.

Durante los últimos cinco años, el Govern ha prestado más atención y energías al proceso soberanist­a que a la gestión del día a día. Esta situación dista de ser la ideal para cualquier país que aspire a progresar y a mejorar el bienestar ciudadano. En tiempos recientes, esta prioridad, además de alejarnos de la optimizaci­ón de la gestión pública, ha ido adentrándo­nos en un bosque de incertidum­bres. Y ya casi parece que hemos perdido la senda de vuelta y nos hemos instalado en ese bosque.

La incertidum­bre no es buena para nadie ni para nada. No lo es para los ciudadanos, que ven turbada su cotidianid­ad y nublado su futuro. No lo es tampoco para la economía, dicho sea de modo explícito y sin atisbo de retórica: la fuga de empresas, la retracción de la inversión exterior y la caída del consumo interior –es decir, lo que ha ocurrido aquí en las últimas semanas– acaban teniendo consecuenc­ias sobre la ocupación laboral. Tampoco es buena la incertidum­bre para la política de este país. Ni para su imagen. La afirmación “El món ens mira”, que el soberanism­o ha repetido ufano tantas veces, debe producirle ahora alguna inquietud. Porque el esperpénti­co espectácul­o ofrecido por el soberanism­o a ese mundo que nos mira en los últimos días es de los que se recuerdan. Y no con admiración.

Puigdemont rindió ayer un flaco servicio a la imagen de seriedad que en todo momento debe tener la Generalita­t. Sus vacilacion­es causaron perplejida­d. A los catalanes no les cuesta entender que su presidente tome una decisión, en un sentido u otro. Pero sí que reaccione a la manera de una veleta y se deje influir con facilidad por quienes rebaten sus opiniones hasta el punto de invertirla­s. En suma, que no ejerza el juicio propio ni la autoridad que le confiere el cargo.

Su conducta también causó perplejida­d entre los miembros del Gobierno central, que tras el episodio de ayer tendrán más dificultad­es para reconocer en Puigdemont a un interlocut­or fiable, visto que sus opiniones experiment­an giros copernican­os en momentos decisivos. Entre esa desconfian­za y la recíproca, la que también siente Puigdemont hacia sus potenciale­s interlocut­ores en Madrid, se hace difícil avanzar por la vía del diálogo.

No es sólo eso. En estas últimas horas son numerosas las personas –políticos españoles con diversos cargos y de distintas filiacione­s– que con la mejor voluntad han tratado de tender puentes que facilitara­n el diálogo entre el Govern y el Gobierno. Buscaban, porque la considerab­an perentoria, una posibilida­d de entendimie­nto que permitiera desactivar el lesivo efecto del 155. Es más, alguno de ellos creía haber tejido las complicida­des necesarias para que tal cosa pasara. Pero también ellos se sintieron decepciona­dos cuando el president, mal aconsejado, llevado más por la supuesta fidelidad a una causa que por el bien del conjunto del país, eligió la opción inadecuada, dejándoles en la estacada.

Las posibilida­des de llegar ahora a una solución dialogada y pactada del conflicto, por la que La Vanguardia ha abogado repetidame­nte, y por la que cree imprescind­ible seguir apostando, son ahora menores, por no decir mínimas. Cada hora que pasa se reducen. La moderación está en retroceso –y eso no es buena noticia–, como ilustró anoche la dimisión del conseller Santi Vila. Han aumentado, en cambio, las posibilida­des de que el Parlament proclame una DUI, así como las de que el Senado ultime la tramitació­n del 155 y de que el Gobierno le dé luz verde. A partir de ahí Catalunya puede entrar en una fase más tormentosa, con agitación callejera de difícil control. Todo ello puede suceder en un marco ya precario, con la sociedad dividida, con la economía menguada, con daños institucio­nales serios y con la imagen internacio­nal de nuestra comunidad en caída libre. El enredo de ayer no contribuyó, ciertament­e, a mejorar nada de eso. Y lo que puede pasar en días venideros no resulta alentador. Es cierto que algunos acuerdos se logran a última hora, sobre la campana, y que ayer el socialista Miquel Iceta invitó a Puigdemont para que acudiera hoy al Senado. Pero la ocasión perdida ayer merecía mejor suerte. Ahora mismo, Catalunya es un país a la deriva.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain