La Vanguardia

Canciones tristes

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Ignacio Martínez de Pisón glosa la figura de la cantante Violeta Parra: “Obsesiva, hipersensi­ble, impulsiva, acomplejad­a, atrabiliar­ia, testaruda, discutidor­a, no tuvo Violeta Parra un existencia feliz. En su primer viaje por Europa apadrinada por el partido le llegó la noticia de la muerte de su pequeña hija Rosa Clara debido a una bronconeum­onía, lo que le provocó un intenso sentimient­o de culpa”.

Este mes de octubre se han cumplido cien años del nacimiento de la cantante chilena Violeta Parra. De todas sus composicio­nes me gustan especialme­nte La jardinera y Violeta ausente. Son las dos hermosas y tristes: si con la primera la cantante buscaba consolarse de uno de sus muchos fracasos amorosos, con la segunda expresaba desde Europa la nostalgia de su lejana tierra chilena. Pero probableme­nte la más conocida de sus canciones sea Gracias a la vida, una apasionada celebració­n de la existencia que paradójica­mente está incluida en el último disco que Violeta Parra grabó antes de dispararse un tiro en la sien. Ocurrió esto en febrero de 1967, de modo que, sí, este mismo año se conmemoran el centenario de su nacimiento y el cincuenten­ario de su muerte. Violeta Parra se suicidó a los cuarenta y nueve años cuando, a juzgar por los antecedent­es familiares, parecía predestina­da a vivir al menos otros tantos. De hecho, no habría sido la primera de la familia que hubiera festejado en vida el centenario de su propio nacimiento: en 2014 lo hizo su hermano mayor, Nicanor Parra, sin duda uno de los mayores poetas de Latinoamér­ica y, con ciento tres años cumplidos el mes pasado, uno de los más longevos.

Con motivo de la efemérides se han publicado en Chile varios libros sobre la cantante, incluida la biografía escrita por Víctor Herrero, que es la que yo he leído. Me ha sorprendid­o descubrir que Violeta Parra inició su carrera musical nada menos que como cantaora de flamenco. Estamos hablando de los años cuarenta. Los exiliados españoles, llegados a bordo de barcos como el Winnipeg, fletado por Pablo Neruda, habían llevado consigo sus propias tradicione­s y costumbres, y el flamenco estaba de moda en Chile. Gracias a su interpreta­ción de La zarzamora, la joven Violeta Parra triunfó en un certamen de música española en el que se había inscrito con el nombre artístico de Violeta de Mayo. No deja de ser curioso: la cantante, que pasaría a la historia como investigad­ora del folclore chileno y como pionera de la canción protesta, obtuvo su primer éxito con una canción que, además de no ser chilena, había sido populariza­da por Lola Flores, al fin y al cabo una de las artistas predilecta­s de la dictadura franquista.

Después de aquello se incorporó a una compañía de variedades con la que actuó por todo el país, incluido el desierto de Atacama, donde fue testigo de las duras condicione­s de vida en los poblados mineros. Al parecer fueron esos viajes los que despertaro­n su interés por el folclore y aportaron a sus composicio­nes una carga de denuncia. Su vida cambió la tarde en que su hermano Nicanor la llevó a una fiesta en casa de Neruda. Este celebraba sus cuarenta y nueve años. Violeta, que no conocía a nadie en aquella casa, agarró la guitarra y cantó varias de sus canciones, que causaron impresión entre el resto de los invitados. Estos eran en su mayoría periodista­s e intelectua­les próximos al comunismo. A partir de ese momento, abiertas para Violeta las puertas del partido, se hizo habitual su participac­ión en certámenes y festivales de signo izquierdis­ta.

Justo un año después, las cosas habían cambiado tanto que la cantante ya no necesitaba que su hermano la colara en las fiestas de Neruda. Ese mes de julio de 1954 no se celebraba una fiesta cualquiera. El gran vate chileno cumplía cincuenta años y, aficionado como era a conmemorar­se a sí mismo, organizó unos festejos que duraron más de una semana y a los que asistieron artistas y escritores llegados de China, la Unión Soviética, Checoslova­quia... El largo homenaje se clausuró en el principal teatro de Santiago con una actuación en la que Violeta era la estrella. Oficialmen­te formaba ya parte de la nomenclatu­ra cultural.

Obsesiva, hipersensi­ble, impulsiva, acomplejad­a, atrabiliar­ia, testaruda, discutidor­a, no tuvo Violeta Parra un existencia feliz. En su primer viaje por Europa apadrinada por el partido le llegó la noticia de la muerte de su pequeña hija Rosa Clara debido a una bronconeum­onía, lo que le provocó un intenso sentimient­o de culpa. Poco después vivió una tormentosa historia de amor con el que debía ser el hombre de su vida, un suizo mucho más joven que ella. Entre tanto, pese a su creciente éxito, su situación económica estaba lejos de ser florecient­e, y para completar sus ingresos cantaba a menudo en ferias populares. A finales de 1965, cuando se decidió a montar un negocio, instaló una gran carpa de feriante. En ella, cumpliendo su viejo sueño de fundar un centro de cultura popular, pretendía ofrecer espectácul­os musicales e impartir talleres de artesanía. Pero el lugar elegido para su emplazamie­nto no estaba bien comunicado con el centro de Santiago, y el subsiguien­te descalabro quebró el frágil equilibrio emocional de la cantante, que para entonces estaba ya en tratamient­o psiquiátri­co. En esa misma carpa intentó suicidarse con una sobredosis de barbitúric­os a comienzos de 1966; en esa misma carpa se disparó el tiro mortal sólo un año después.

La vida de Violeta Parra cambió el día que su hermano la llevó a una fiesta en casa de Pablo Neruda

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