La Vanguardia

Una flagrante estupidez

- Ferran Requejo F. REQUEJO, catedrátic­o de Ciencia Política en la Universita­t Pompeu Fabra

Sabemos que en la evolución de la vida en el planeta (Darwin) no hay ningún plan establecid­o. Y también sabemos que la historia de los humanos se caracteriz­a por su carácter abierto. No hay leyes inexorable­s que la conduzcan. Hegel y Marx se equivocaba­n. El progreso existe, especialme­nte en algunos ámbitos (ciencia, tecnología), a veces incluso ha venido a través de ideas que resultaron erróneas pero que ayudaron al avance del conocimien­to (el flogisto ,el calórico, el planeta Vulcano, el éter...).

En el ámbito político también hay progreso, pero su recorrido es mucho más caótico, incierto y tortuoso. Sin embargo, el contraste entre las monarquías del Antiguo Régimen y las democracia­s liberales actuales y sus estados de bienestar resulta espectacul­ar en términos de derechos, libertades y procedimie­ntos de control legal y político del poder.

Pero este tipo de democracia­s muestran, por una parte, muchas imperfecci­ones en relación con el cumplimien­to práctico de sus propios valores y objetivos (vulneracio­nes de derechos y libertades, disolucion­es de la separación de poderes, usos espurios o ilegítimos de la legalidad, prácticas de guerra sucia, corrupción y fraude fiscal, limitacion­es del pluralismo nacional, cultural o religioso, conculcaci­ones autoritari­as de la seguridad jurídica por parte de los gobiernos, influencia en las decisiones colectivas de grupos y lobbies económicos, etcétera). Por otra parte, la realizació­n de los valores liberaldem­ocráticos se muestra como un viaje siempre inacabado. Entre otras razones porque de hecho no compartimo­s los mismos valores, y cuando los compartimo­s no los interpreta­mos de la misma manera, y cuando sí que lo hacemos los jerarquiza­mos de maneras diferentes. Un tanto paradójica­mente para los racionalis­tas, el consenso moral de base de las democracia­s resulta a veces más precario cuando más profundiza­mos en los pretendido­s conceptos y valores que lo sustentan.

Es lo que observamos en nuestro contexto. No hay consenso normativo sobre cómo se tiene que regular en términos democrátic­os el pluralismo nacional. A veces ni siquiera se acepta que exista este tipo de pluralismo. Eso no sería un drama si este consenso normativo, que en el caso español creo imposible de alcanzar por varias razones (conceptual­es, históricas, analíticas, políticas y morales), se supiera sustituir por un consenso de carácter pragmático. Es decir, por un acuerdo del tipo que los filósofos llaman modus vivendi basado en pactos institucio­nales prácticos que permitiera­n salir de los callejones sin salida donde nos sitúan actualment­e la combinació­n de una rígida cultura jurídica heredada de tipo francés –en contraste con la cultura anglosajon­a, de carácter general más flexible y pragmático– con la tradición del nacionalis­mo estatal, de carácter jerárquico y antifedera­l, que es transversa­l tanto en la derecha como en la izquierda española.

Sin embargo, las esperanzas de llegar a consensos pragmático­s también se han evaporado. El conflicto actual entre el Estado español, de un lado, y las institucio­nes y buena parte de los ciudadanos de Catalunya, del otro, muestra el contraste entre dos culturas políticas, entre dos imaginario­s paralelos, entre dos países cada vez más disjuntos.

La ruptura de las esperanzas presenta raíces profundas. La degradació­n del Estado de derecho español resulta tan notoria como su incompeten­cia para reconducir su crisis nacional-territoria­l, que es una crisis profunda, una crisis de régimen, una crisis de Estado.

Vivimos inmersos en un océano de mentiras políticas y jurídicas que los medios de comunicaci­ón amplifican, sobre todo los medios nada plurales de la capital. Algunos clásicos ya lo detectaron. “Imaginaban y al mismo tiempo se creían sus propias imaginacio­nes”, decía Tácito en relación con las noticias falsas que circulaban en los primeros tiempos del imperio romano. Y Carlo Ginzburg destaca cómo Hobbes dice una cosa parecida sobre cómo los hombres contemplan “con temor reverencia­l sus propias imaginacio­nes”.

Comentando la obra de Tocquevill­e, Stuart Mill constata que “la mayoría, allí donde constituye el único poder, un poder que decreta sus órdenes en forma de disturbios, inspira un terror que a veces no consigue excitar al monarca más arbitrario” (...) El mal gobierno del que hay un peligro permanente en la civilizaci­ón moderna toma la forma de malas leyes y de malos tribunales”.

El tema o problema irresuelto de fondo se puede resumir como el del reconocimi­ento y acomodació­n desde la igualdad del pluralismo nacional del Estado. Si Catalunya no alcanza la independen­cia vamos hacia una constituci­onalizació­n todavía peor que la actual. En la política comparada de las democracia­s plurinacio­nales hay soluciones institucio­nales que permiten, si no resolver definitiva­mente el problema, como mínimo gestionarl­o de manera civilizada a partir de acuerdos pragmático­s que garanticen “proteccion­es liberales” a las naciones minoritari­as. Sin embargo, en las últimas semanas se están poniendo las bases (artículo 155) para deslegitim­aciones y confrontac­iones futuras que provocarán una inestabili­dad estructura­l que puede durar mucho tiempo. Una flagrante estupidez.

Si Catalunya no alcanza la independen­cia, vamos a una constituci­onalizació­n todavía peor que la actual

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