Perdidos en el laberinto
Que las consecuencias de las decisiones políticas no interfieran en la vida cotidiana, recomendaba Bernardo Atxaga, que sufrió las peores secuelas de la política. Ya no son ni horas ni días, sino semanas intentando interpretar lo que nos explican (y lo que no nos explican). Quien crea que las últimas horas son un final de partida se equivoca: sólo es el enésimo movimiento de piezas que, cuando tengamos más perspectiva, sabremos si contribuyó a la distensión y al consenso o si, en cambio, reforzó el empuje de un independentismo que ha reaccionado con virulencia y rebeldía a la posibilidad de un pacto con el inmovilismo reactivo del adversario y aplicará la doctrina de dar un paso atrás para, a continuación, dar dos adelante. Las mismas elecciones que ayer podían parecer un fusible contra el colapso civil serán un desastre si el presidente Puigdemont es represaliado en aplicación de una interpretación autodestructiva y poco democrática de la ley. Una de las frustraciones de intentar entender lo que está pasando es que las horas de observación y de estudio no nos afinan más el criterio, sino que, al contrario, te hunden aún más en un magma de dudas, incógnitas, angustias y contradicciones. Queda, eso sí, el espacio común de la incertidumbre, una gran superficie por la cual deambulamos sabiendo que nunca habíamos hablado tanto de política, a veces repitiendo argumentos de algún tertuliano de confianza y procurando, para conservar una mínima concordia, evitar hablar a través del estómago.
Por cierto: el estómago también se resiente. Los desajustes de horarios y dieta son tan flagrantes como los intentos de hacernos creer que las decisiones judiciales no son política y que, pese a las apariencias de pausa, la democracia no puede quedar reducida a una amputación brutal del autogobierno o a la aplicación humillante de la famosa frase de Casablanca: “Detengan a los sospechosos habituales”.
Son días asfixiantes en los que, como terapia compensatoria, tienes que imponerte pequeños espacios de placer. Y como intuyes que todo puede empeorar en cualquier momento y que lo que ayer era hipotética y esperanzadora distensión hoy puede ser gasolina incendiaria y el garrote de toda la vida, valoras la alegría de tropezar con una buena película o un buen libro. Recomendación: Prohibido nacer, de Trevor Noah (Blackie Books). Noah es un comediante en el mejor sentido del término, conocido por sus ácidas intervenciones críticas contra el énfasis caricaturesco de Donald Trump. Nació en Sudáfrica y ha escrito una biografía memorable en la que el horror de las dificultades y la recreación de las penas se convierten en un material de una explosiva comicidad. Conmueve sin hacer aspavientos y, a la manera de los mejores clásicos de la picaresca, cuenta la historia de un país a través de aberraciones como el racismo, la segregación, los abismos sociales, la violencia y, sobre todo, el amor más que justificado por una madre que practica una fe insobornable y profundamente humanística.
Intentar entender lo que está pasando no nos afina más el criterio; al contrario