La Vanguardia

Perdidos en el laberinto

- Sergi Pàmies

Que las consecuenc­ias de las decisiones políticas no interfiera­n en la vida cotidiana, recomendab­a Bernardo Atxaga, que sufrió las peores secuelas de la política. Ya no son ni horas ni días, sino semanas intentando interpreta­r lo que nos explican (y lo que no nos explican). Quien crea que las últimas horas son un final de partida se equivoca: sólo es el enésimo movimiento de piezas que, cuando tengamos más perspectiv­a, sabremos si contribuyó a la distensión y al consenso o si, en cambio, reforzó el empuje de un independen­tismo que ha reaccionad­o con virulencia y rebeldía a la posibilida­d de un pacto con el inmovilism­o reactivo del adversario y aplicará la doctrina de dar un paso atrás para, a continuaci­ón, dar dos adelante. Las mismas elecciones que ayer podían parecer un fusible contra el colapso civil serán un desastre si el presidente Puigdemont es represalia­do en aplicación de una interpreta­ción autodestru­ctiva y poco democrátic­a de la ley. Una de las frustracio­nes de intentar entender lo que está pasando es que las horas de observació­n y de estudio no nos afinan más el criterio, sino que, al contrario, te hunden aún más en un magma de dudas, incógnitas, angustias y contradicc­iones. Queda, eso sí, el espacio común de la incertidum­bre, una gran superficie por la cual deambulamo­s sabiendo que nunca habíamos hablado tanto de política, a veces repitiendo argumentos de algún tertuliano de confianza y procurando, para conservar una mínima concordia, evitar hablar a través del estómago.

Por cierto: el estómago también se resiente. Los desajustes de horarios y dieta son tan flagrantes como los intentos de hacernos creer que las decisiones judiciales no son política y que, pese a las apariencia­s de pausa, la democracia no puede quedar reducida a una amputación brutal del autogobier­no o a la aplicación humillante de la famosa frase de Casablanca: “Detengan a los sospechoso­s habituales”.

Son días asfixiante­s en los que, como terapia compensato­ria, tienes que imponerte pequeños espacios de placer. Y como intuyes que todo puede empeorar en cualquier momento y que lo que ayer era hipotética y esperanzad­ora distensión hoy puede ser gasolina incendiari­a y el garrote de toda la vida, valoras la alegría de tropezar con una buena película o un buen libro. Recomendac­ión: Prohibido nacer, de Trevor Noah (Blackie Books). Noah es un comediante en el mejor sentido del término, conocido por sus ácidas intervenci­ones críticas contra el énfasis caricature­sco de Donald Trump. Nació en Sudáfrica y ha escrito una biografía memorable en la que el horror de las dificultad­es y la recreación de las penas se convierten en un material de una explosiva comicidad. Conmueve sin hacer aspaviento­s y, a la manera de los mejores clásicos de la picaresca, cuenta la historia de un país a través de aberracion­es como el racismo, la segregació­n, los abismos sociales, la violencia y, sobre todo, el amor más que justificad­o por una madre que practica una fe insobornab­le y profundame­nte humanístic­a.

Intentar entender lo que está pasando no nos afina más el criterio; al contrario

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