La Vanguardia

Ulises y las sirenas

La dureza de los grandes políticos, más que humana, es hija de ambiciones heroicas: gobernar el destino del pueblo. Carles Puigdemont no tiene más ambición que formar parte de la gente, de su gente

- ANTONI PUIGVERD

Escribir sobre un amigo que puede ir a la cárcel será lo más difícil que habré publicado en muchos años, sobre todo porque quiero hacer compatible el afecto con una descripció­n tan objetiva como me sea posible de este momento político extremo que nos ha tocado vivir.

Los últimos días de Carles Puigdemont como presidente de la Generalita­t han sido muy criticados. Enric Juliana, no sin razón, le reprocha que no haya imitado a Josep Tarradella­s. Saliendo de un primer y desastroso encuentro con Suárez, Tarradella­s dijo a los periodista­s que todo iba estupendam­ente y que se reuniría con el rey para resolver los detalles de su regreso a casa. A pelota pasada y, muy especialme­nte, después de que Rajoy haya jugado tan bien sus últimas cartas, es fácil ver que el gran as en la manga que tenía Puigdemont era convocar elecciones y aparecer ante Europa con la imagen de un líder valiente (capaz de llevar la contraria y de enfrentars­e a su gente) y de un político responsabl­e, que no echa a perder la cristalerí­a institucio­nal.

Además de esta imagen, Puigdemont habría conseguido un fruto más interesant­e: como hizo Tarradella­s con Suárez, habría cargado toda la presión política sobre Rajoy. Convocadas las elecciones por parte de Puigdemont, Rajoy debería haber ido al Senado con un discurso, si no moderado, contenido. Europa no habría visto con buenos ojos que ante un Puigdemont obediente a la UE apareciera un Rajoy intemperan­te y vengativo.

A pelota pasada, es fácil ver que esta jugada es la buena. De hecho, Puigdemont ya la practicó un poco el día 10 de octubre cuando, en vez de declarar la DUI y ponerla a votación en el Parlament, simplement­e la mencionó para acto seguido dejarla en suspenso. Dejaba todas las salidas abiertas, obedeciend­o implícitam­ente la petición de Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo. Ahora bien, tal vez Puigdemont quedó decepciona­do después al comprobar que Tusk y las élites europeas despreciab­an sus propósitos independen­tistas y le obligaban a buscar una salida dentro del marco constituci­onal. Esta concesión, Puigdemont no podía hacerla. A diferencia del consejero Vila, que representa­ría la vía pragmática dentro de la corriente soberanist­a, Puigdemont no se atrevió a cuestionar la lógica irredentis­ta (“patria o muerte”) que ha dominado entre la militancia más conspicua del proceso (ANC, Òmnium, intelectua­lidad liberal, cuperos).

Regresando al pasado jueves. Poco después de que él manifestar­a su intención de convocar elecciones, por las redes y los medios públicos, comenzaron a circular visiones negativas de Puigdemont. Noticias de dimisión de alcaldes de su partido, tuits insultante­s, acusacione­s de “traidor” y condenas sumarísima­s como la de un famoso cupero: “Se puede pasar de héroe a traidor en cinco minutos”. Puigdemont también notó que se diluía el acuerdo al que había llegado con Madrid. En vano, esperó de Rajoy una llamada en forma de seguro. La presión de unos y la ambigüedad de los otros le hicieron retroceder. Regresó al claustro materno de las masas independen­tistas, al conestrés fort del grupo. Líder y masas volvían a fundirse.

Al día siguiente, llevó la votación de la DUI al Parlament. Según la glosa que, con variantes diversas, la mayor parte de los medios ha dado por buena, Puigdemont habría preferido inmolarse con su gente en el matadero (un 155 duro) antes de actuar con la prudencia, la determinac­ión y el coraje de Ulises. Como es sabido, el mito de Ulises nos recuerda que un líder de verdad debe escuchar y resistir a la vez el dulce canto de las sirenas. En La Odisea, para resistir las voces de Escila y Caribdis, Ulises se hizo atar al palo de mesana mientras su gente se tapaba los oídos con cera, para no oírlas. De este modo, su barco esquivó aquellos peligros y escollos tan seductores, y llegó a puerto. Puigdemont estuvo a punto de resistir, pero no supo o no quiso fabricar tapones de cera para su gente. No se atrevió a explicarle­s que aceptar los límites que la realidad y la fuerza imponen no equivale a fracaso ni a rendición, sino, al contrario, a madurez, confianza, resistenci­a.

El independen­tismo podía sacar una fértil cosecha de estos años vividos tan peligrosam­ente. Convocando elecciones, Puigdemont acumulaba fuerzas para el independen­tismo, apaciguaba el y la fractura interna, tapaba la sangría económica, esquivaba los arrecifes del 155, disminuyén­dolos, y persistía en la búsqueda del paraguas de Europa. Una Europa que quiere estabilida­d, pero se duele de la represión policial del 1-O.

Ahora, fundiéndos­e con su gente, Puigdemont degusta, por las calles de una Girona en ferias, las dulces voces del aplauso sirénido: la calle, en la claustral compañía, siempre es deliciosa. Pero la nave catalana ya ha chocado contra las rocas de la realidad y el vino de la república retórica pronto se volverá vinagre. Decepción. Prisión. Juicios. Costes económicos. Pérdida de poder real. El empacho de fantasía puede desaguar en un vertedero de amargura.

La gente con la que Puigdemont se fusiona en un todo no ha sido llevada a puerto, sino al combate. Correspond­ía a la política encontrar una salida a este pleito que dura siglos. Rajoy cerró hace años todas las puertas, pero la imperturba­bilidad de Rajoy, por injusta que sea, no justifica ante el mundo la ruptura de la legalidad y no puede costar el horrible precio de la fractura interna. Transforma­r la realidad exige mucha más fuerza, paciencia y resistenci­a que organizar un referéndum como quien juega al gato y al ratón. Las emociones independen­tistas, casi un sucedáneo de religión, han cristaliza­do de una manera extraordin­aria en una buena parte del país. Pero la gente se despertará no en una república angélica, sino en la calle y desnuda: ofrecida en sacrificio.

Puigdemont ha sido un líder vacilante, se dice. Nunca buscó el liderazgo. Llegó a la política por casualidad. Dos veces. A la alcaldía de Girona, llegó porque el precandida­to de CiU abandonó de repente. Llegó a la presidenci­a, como todo el mundo sabe, porque sin los votos de la CUP, Junts pel Sí tenía que reconocer que “el voto de mi vida” había sido exiguo, demasiado exiguo: 39,5.

Puigdemont es un hombre de conviccion­es independen­tistas. Ha ejercido admirablem­ente el papel que CUP y Junts pel sí le propusiero­n. Con franqueza, empatía y naturalida­d. Ciertament­e, en el momento de la verdad no ha tenido el nervio de acero, la punta de cinismo y el sentido de realidad que se exige a los líderes. La dureza de los grandes políticos, más que humana, es hija de ambiciones heroicas: gobernar el destino de los pueblos. Encarnar como Ulises el destino de la humanidad. Carles Puigdemont no tiene más ambición que formar parte de la gente, de su gente. Ser su expresión más pura, desinteres­ada y genuina. Por eso ahora se abraza a ellos y, espera, conformado y fatalista, la cruel sentencia de la historia y la impiadosa sentencia de los tribunales de España.

A pelota pasada, es fácil ver que la jugada de convocar elecciones siendo president era la buena

El mito de Ulises nos recuerda que un líder debe escuchar y resistir a la vez el dulce canto de las sirenas

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RAFAEL MARCHANTE / REUTERS Carles Puigdemont ayer paseando por las calles de Girona junto a su esposa, Marcela Topor
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