La Vanguardia

Barcelona, 22 años después

- Llucia Ramis

Por un momento, volvió a ser 1995. Pasé el último trimestre de aquel año –mi primer trimestre en Barcelona–, en una residencia para chicas del Eixample. Teníamos el teléfono pinchado (era tan fácil como levantar el supletorio del despacho), nos abrían las cartas, comíamos grasa. Aprendí a ser sigilosa para que la directora no me oyera salir. Controlaba que no lleváramos minifalda ni fuéramos solas por ahí, mirad lo que le pasó a Anabel Segura. Su cuerpo acababa de aparecer, dos años después de que la secuestrar­an.

No soportaba ese sitio, y huía en cuanto podía. Descubrí la ciudad con las manos en los bolsillos mientras paseaba sin rumbo, e inventaba vidas ajenas al otro lado de las ventanas, de las que salía una luz mucho más acogedora que la de los fluorescen­tes duros de la residencia. El otro día subía por Bruc desde Mallorca, como entonces. Había anochecido demasiado pronto. La calle olía a neumático y motores, la gente entraba y salía de las tiendas, y en las terrazas de los bares quedaban libres algunas mesas. El ambiente acostumbra­damente histérico se había apaciguado y por eso, de algún modo, tuve la impresión

Lo que más me gustaba de la ciudad era que, tanto ella como yo, éramos desconocid­as

de que volvía a estar en 1995.

Cuando llegué en 1995, el problema no era Barcelona, sino el lugar que ocupaba en Barcelona. Lo que más me gustaba de la ciudad era que, tanto ella como yo, éramos desconocid­as. Era emocionant­e recorrerla sin prisa. Pensaba: algún día yo también viviré tras alguna de estas ventanas. Pero no imaginaba con quién, ni por cuánto tiempo; ni me importaba. De noche, los portales iluminados me daban miedo. Regresaba a la residencia antes de que cerraran el acceso, a las once, como quien tiene que dormir en la cárcel. En Navidad, me fui a la francesa, sin decir nada. Empezó la época de los pisos de estudiante­s. Empezó la libertad. La de verdad, y no la consigna.

Todo se ha vuelto irreal. Los Jordis están en la cárcel de verdad. Los puntos de encuentro en las manifestac­iones del paseo de Gràcia son “delante del Louis Vuitton” o “enfrente del Dolce & Gabbana”. Los presidente­s se mandan cartas, ni siquiera se llaman. Los comunicado­s se hacen vía Twitter. Dicen que, tras las ventanas, hay vecinos que no se hablan. La historia se escribe y corrige cada hora que pasa. Y se complica, porque haría falta un editor. Todo es a la vez simbólico, trascenden­tal y frívolo, dependiend­o de quien haga la lectura. La fuerza que empuja, la presión, que antes estaba en despachos y en los intereses, ahora también está en las redes y las calles.

Aquel paseo fue una evasión momentánea en plena incertidum­bre. Veintidós años después, Barcelona volvía a ser una desconocid­a. Y también era la misma que conocí al llegar. Subía por la calle del Bruc y me alejaba de aquella residencia de la que, hasta hoy, nunca he hablado, porque quiero olvidarla. Como quiero olvidar todo eso de lo que logré escapar.

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