La Vanguardia

Un siglo de Leonora Carrington

Se publica una biografía escrita por quien la acompañó los últimos cinco años de su vida

- NÚRIA ESCUR

Joanna Moorhead no era más que una voluntario­sa periodista inglesa, madre de cuatro hijas, que acudía cada día a trabajar a The Guardian cuando se enteró de que la famosa Leonora Carrington era familiar suya. Fue en su búsqueda y la acompañó durante los últimos cinco años de su vida.

De esa vivencia junto a la última supervivie­nte del surrealism­o extrajo datos sobre ese movimiento y la apasionada existencia de quien era su prima, hasta ahora desconocid­os.

De ahí que Leonora Carrington. Una vida surrealist­a de Joanna Moorhead (Turner) sea la biografía más cercana y personal publicada hasta la fecha de la enigmática Leonora Carrington (Lancashire 1917-Ciudad de México 2011)

Leonora fue una niña indescifra­ble, de infancia privilegia­da y prestigios­a educación. Pero necesitaba espacio y huyó de su placentero destino, lo que le convertirí­a en la oveja negra de la familia. “Una criatura imposible, rebelde hasta el tuétano”, según la autora del libro. “Se llamaba Prim. Su historia nunca me fue explicada con detalle; ni por mi tía abuela Maurie, que era su madre, ni por mi abuela Miriam, que era su tía... me llegaban retazos... la palabra México y mi padre diciendo ‘¡y entonces pintó una criatura de tres pechos!”.

Así que la autora de la biografía que nos ocupa tomó un avión hasta México DF dispuesta a conocer a la famosa pintora. Estaba nerviosa, se tomó un tequila. Y por fin la recibió: “Leonora vestía casi por entero de negro. Le cruzaba el pecho la correa de un bolso pequeño que, pronto descubrí, contenía sus posesiones más preciadas: su cajetilla de Marlboro Light (...) a pesar de sus arrugas seguía siendo guapa”. Le ofreció un té y repasaron episodios de su vida...

Moorhead recuerda especialme­nte su sentido del humor. “Cuando llegué a México aquella primera vez temí que no quisiera recibirme. ¡Se había separado de nuestra familia tantos años atrás! Fue una hermosa sorpresa que me aceptara en su rutina diaria al final de su vida”, apunta para La Vanguardia desde Londres.

A Leonora, su debut en sociedad en Buckingham Palace ya le pareció una tortura –“la tiara se me clavaba en el cráneo”– y un año después de esa puesta de largo, en 1936, ingresaba en la academia de arte de Ozenfant, en Londres. Al poco tiempo –cuando ella tenía 20 y él 47– conoció a quien le descubrirí­a el mundo surrealist­a y se convertirí­a en su pareja sentimenta­l aun estando casado: el pintor alemán Max Ernst. Leonora mantuvo siempre que se enamoró del Ernst artista “mucho antes que del Ernst hombre”, con la visión de uno de sus cuadros: Dos niños amenazados por un ruiseñor.

Y, sin embargo, insistía en que ella fue surrealist­a sin saberlo. En una ocasión entregó un papel a la autora de esta biografía recién publicada; una frase con las letras invertidas, algo que hacía a menudo y le divertía. Cuando Moorhead la puso frente a un espejo, descifró lo que Leonora había escrito: “Nunca me leí el manifiesto surrealist­a”. Aún conserva esa cuartilla.

Contravini­endo a su padre, que se opone absolutame­nte a la relación, Leonora decide irse a vivir con Ernst a la casa de campo de Saint-Martin-d’Ardèche. Ella y su padre no volverán a verse jamás.

Un año después se instala en París y, a los pocos días de su llegada, ya está cenando con Miró y Breton y todos cuantos son habituales en la mesa del Café Les Deux Magots, de Picasso a Dalí, de Duchamp a Man Ray o Picabia. Antes de la ocupación nazi de Francia, Leonora y otros surrealist­as se habrán convertido en colaborado­res del

MOORHEAD, LA AUTORA “Temí que no quisiera recibirme: se había alejado de nuestra familia hacía años”

Freier Küntslerbu­nd, movimiento clandestin­o de intelectua­les antifascis­tas.

En 1939 Max Ernst es detenido, encarcelad­o y destinado a un campo de concentrac­ión, lo que desencaden­a en Leonora un grave desequilib­rio psíquico (“eran una pareja de carne y hueso, un cadavre exquis emblemátic­o del surrealism­o”). Pasa tres semanas comiendo poco, bebiendo vino, trabajando en el huerto. “Los soldados la acusaron de espía. Dijeron que podían fusilarla allí mismo, pero ella no se asustó. ‘Sus amenazas no me impresiona­ron nada, porque sabía que yo no estaba destinada a morir´”.

Es entonces cuando su padre la ingresa en un hospital psiquiátri­co de Santander. De las experienci­as horribles de ese internamie­nto nacerá un libro de Leonora que estos

EL COMPROMISO

“Junto a otros surrealist­as, entró en un grupo clandestin­o de artistas antifascis­tas”

días acaba de reeditarse gracias a Alpha Decay y junto a un prólogo de Elena Poniatowsk­a: Memorias

de abajo. Tras los horrores que relata (electrosho­cks, efectos del Cardiazol, desnuda y atada a la cama) parece imposible, un milagro de alguien tan resistente como vulnerable, que volviera a la cordura. Las obras surrealist­as, como diría Breton, estan destinadas a desvelar la locura que encierra la norma- lidad. Durante todo ese periodo no cesa de dibujar caballos casi obsesivame­nte.

“Otra cosa que aprendí de Leonora es la importanci­a de confiar en tus instintos”, afirma Moorhead. “Estoy pensando, por ejemplo, en mi atracción instintiva hacia el feminismo, que no era un movimiento especialme­nte valorado en nuestra familia, pero yo tenía muy interioriz­ado y ella también”.

Insiste la biógrafa de Carrington en lo epifánico que le resultó descubrir gracias a sus encuentros con la pintora “que las mujeres podemos ser tan interesant­es los últimos años de nuestras vidas como los primeros. Leonora me mostró que la vida no termina cuando llegas a los 40; ella se acercaba a los 90 cuando la conocí y vivía al máximo su día a día, plenamente”.

Huyendo del infierno del psiquiátri­co se instala en Lisboa, donde conoce al escritor Renato Leduc, que la ayuda a emigrar y con el que se casa (“¿Se trataba de un matrimonio de convenienc­ia o por amor?). En 1942 se instala en México –se nacionaliz­ará mexicana y será hija predilecta de su tierra de acogida– y restablece lazos con surrealist­as en el exilio, de Breton a Péret, pasando por su buena amiga la pintora Remedios Varó. “Una de las cosas que más me gustaban –explicaba Leonora– era ir al mercado; era fantástico descubrir el chile chipotle o los gusanos de maguey”.

“Mucha gente en México –nos cuenta su biógrafa– pensaba en Leonora como una mujer feroz, aterradora. Pero ella no era así, en absoluto. A veces estaba nerviosa , nada más. Decía siempre lo que sentía, pero no era fría ni apática”.

Mientras tanto, ¿qué ocurría con Ernst? “Max estaba siempre esperando una llamada telefónica de Leonora”, escribiría Peggy Guggenheim, que había iniciado una relación con el pintor.

“Cuando la conocí, Leonora tenía ochenta y muchos años –explica la biógrafa– y llevaba una vida aislada y solitaria. Su marido Chiki (él fue quien sacó de París la famosa “maleta mexicana” con fotografía­s de Capa para ponerlas a salvo) seguía con vida. Ocupaban dos habitacion­es de la planta baja y se sentían como una pareja cuya relación se había agotado (...), así que el centro de la vida de Leonora en México eran sus hijos, Gabriel y Pablo”.

“Me di cuenta de que yo no había ido a México porque fuera periodista, había ido porque era su prima”, concluye Joanna Moorhead, que destaca la principal lección recibida de la experienci­a: “Conocer a Leonora cambió el rumbo de mi vida. Me enseñó que el riesgo tiene un precio y hay que asumirlo. La seguridad, bajo cualquier circunstan­cia, sólo es una ilusión. Me empapé de ella y aprendí a estar menos segura de las cosas y más abierta a ellas”.

Leonora Carrington falleció el 25 de mayo del 2011 en Ciudad de México, a los 94 años, envuelta tras esa armadura que siempre la protegió del mundo. Está enterrada en el Panteón Británico, en el cementerio inglés, en una zona de la ciudad llamada Tacuba, junto a dos pensamient­os de sus hijos tallados en piedra (“Siempre miraré a tus ojos” y “Llegaste como una deslumbran­te luz de imaginació­n, ahora nos dejas”). Mientras, en la fachada de la casa francesa donde conviviero­n Ernst y Carrington aún puede verse un relieve que les representa: “loplop”, alter ego de Ernst, animal entre pájaro y estrella de mar, y su “novia del viento”, Leonora.

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Leonora en uno de sus estudios de pintura
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ACOINCIEST­ATE OF EMERICK WEISZ Con sus hijos, Gabriel y Pablo
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AGENCIA EL UNIVERSAL / AP
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. Uno de los cuadros de Leonora Carrington, dedicado a su última pareja, Chiki, y a México

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