La Vanguardia

Desde el País Vasco

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Kepa Aulestia destaca la discreta reacción que la declaració­n catalana de independen­cia ha tenido en Euskadi y Navarra, que “están más cerca de la independen­cia de lo que pretende para sí el secesionis­mo catalán. Todo en virtud del sistema de cupo. Paradójica­mente, contar con una hacienda propia facilitarí­a la desconexió­n pretendida por el independen­tismo catalán y, al mismo tiempo, disuade a las institucio­nes forales de desbordar el marco jurídico vigente”.

La resolución parlamenta­ria de que Catalunya se constituye en una república independie­nte, votada a favor por 70 de los 135 electos de la Cámara autonómica, parece haber pasado a segundo plano incluso para los propios secesionis­tas. La imposibili­dad de llevar a efecto tal declaració­n acalla la euforia del momento, que tampoco duró tanto ni fue tan expresiva. La aplicación del artículo 155 de la Constituci­ón, que asomaba como causa sobrevenid­a para la ruptura, se ha convertido en la demostraci­ón de cuán endeble resultaba la vía trazada para acceder a un Estado propio. Cuán difícil es romper finalmente con la ley cuando esta lo envuelve todo con un precinto de seguridad.

Uno de los argumentos definitivo­s para soslayar la declaració­n de independen­cia es que no ha contado con reconocimi­ento alguno en la esfera internacio­nal. Pero hay otro tan o más elocuente: el limitado efecto que la aventura catalana está teniendo en la Euskadi y en la Navarra forales. El nacionalis­mo gobernante por aquí deplora o critica la activación del artículo 155, reivindica el derecho a decidir, pero no respalda explícitam­ente la vía elegida por el independen­tismo catalán para romper con el Estado constituci­onal mediante una sucesión de hechos consumados que han acabado colisionan­do con ese mismo Estado. Y, sobre todo, se guarda muy bien de hacer suya la experienci­a secesionis­ta en Catalunya.

A pesar de la DUI, Euskadi y Navarra están más cerca de la independen­cia de lo que pretende para sí el secesionis­mo catalán. Todo en virtud del sistema de cupo. Paradójica­mente, contar con una hacienda propia facilitarí­a la desconexió­n pretendida por el independen­tismo catalán y, al mismo tiempo, disuade a las institucio­nes forales de desbordar el marco jurídico vigente. No es casual que Euskadi y Navarra hayan quedado como las únicas autonomías pendientes de re- forma, cuando tantas otras se inspiraron o copiaron directamen­te el articulado del Estatut promovido en tiempos de Pasqual Maragall. El misterio de que la atonía posibilist­a bajo dos décadas y media de gobiernos de Pujol estallara de pronto en una oleada independen­tista –que ha llegado a contar con casi la mitad del censo catalán– no puede explicarse, ni única ni fundamenta­lmente, por las vicisitude­s de ese Estatut ante el Tribunal Constituci­onal. Ha habido muchos más factores en juego, como el repentino alineamien­to de la Generalita­t, en septiembre del año 2012, con la independen­cia. Lo que confirió a la quimera secesionis­ta un halo de viabilidad que ha durado hasta la madrugada del viernes al sábado pasado.

Forma parte también de los misterios soberanist­as por qué en un momento determinad­o el nacionalis­mo catalán y el vasco se intercambi­aron los papeles, pasando este a desempeñar un papel pragmático mientras el pospujolis­mo se ponía al frente de la manifestac­ión independen­tista. Surtió sin duda efecto que el plan Ibarretxe se estampara contra las Cortes Generales, aunque era más que previsible que fuese así; y surtieron efecto los costes que para la convivenci­a supusieron casi cinco décadas de terrorismo en nombre de los vascos. Situacione­s que Pujol y Mas contemplar­on a distancia, y con expresione­s de menor simpatía que la mostrada después en sentido inverso. Pero también pudo haber ocurrido lo contrario en Euskadi. Que la frustració­n ante una iniciativa malograda, combinada con una posterior liberación –desacomple­jada– de energías soberanist­as ante lo que el propio Ibarretxe había anunciado como un estadio “en ausencia de violencia” diera lugar a una oleada independen­tista que arrastrase al PNV y a la inmensa mayoría de las institucio­nes vascas.

La historia es un cúmulo de casualidad­es que no conviene sublimar en sus designios. La sociedad vasca no atesora más seny que la catalana, o que cualquier otra de nuestro entorno. También por eso es recomendab­le discernir entre lo que los movimiento­s políticos y sociales tienen de autenticid­ad y representa­n de farsa.

La simpatía de los vascos nacionalis­tas hacia la apuesta independen­tista en Catalunya ha tenido más de lo segundo que de lo primero. En otro caso hoy estaríamos en las mismas por aquí, sujetos a nuestro particular artículo 155 o tratando de sortear la intervenci­ón del Estado sobre la foralidad. Catalunya y su autogobier­no no estaban destinados a lo que ha ocurrido: una situación sin nombre. En eso nos asemejamos peligrosam­ente, catalanes, vascos y navarros. En dar lugar a circunstan­cias que resulta imposible nombrar con una palabra, porque no nos sentimos cómodos con ninguna de ellas.

Miles de catalanes han dado con un término, la independen­cia, que aun en su vaciedad ha sido capaz de hacerles sentirse algo. Aunque sea un algo fugaz o intangible forma parte de sus últimas vivencias, pero poco más.

Catalanes, vascos y navarros damos lugar a circunstan­cias que resulta imposible nombrar con una palabra

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