La Vanguardia

La droga como arma de guerra

Lukasz Kamienski analiza el uso de estupefaci­entes en Grecia, Iraq o el ISIS

- FERNANDO GARCÍA Madrid

Las drogas son desde hace siglos lo que de manera más efectiva ha movido a los soldados en el campo de batalla; en todas las épocas y en cualquier contienda. Y sigue ocurriendo. Sólo que los grupos terrorista­s, las guerrillas y los ejércitos no regulares, en especial los que reclutan niños soldados, nos llevan ventaja en ese frente. Es lo que sostiene –en conversaci­ón con La Vanguardia– el profesor polaco de Estudios Políticos e Internacio­nales Lukasz Kamienski, autor del libro Las drogas en la guerra (Crítica). Lo apoya con hechos.

Si existe una guerra soterrada entre países o bandos por contar con los mejores estupefaci­entes para ser más efectivos en un conflicto armado, “Occidente está perdiendo”, señala Kamienski. La razón es que “los enemigos no occidental­es con ejércitos irregulare­s”, esos que aquí llamamos aquí los malos, “no conocen límites ni controles democrátic­os; no tiene regulacion­es legales ni reglas de dosificaci­ón”, añade.

El caso más extremo y tremendo es el de los críos captados para combatir en guerras como las de Sierra Leona o Liberia. Sus jefes utilizaban las drogas con el doble propósito de convertirl­os en monstruos sin miedo ni piedad, impredecib­les ante el enemigo, y de crearles una dependenci­a total de ellos, como proveedore­s, mediante la adicción.

Kamienski incluye a los islamistas en su lista de aventajado­s por el doping bélico. Tampoco ellos se paran en barras con los narcóticos, por mucho que su religión los prohíba, cuando de lo que se trata es del “objetivo superior” de vencer al infiel.

Aunque puedan utilizar coca e incluso heroína, la droga favorita de los terrorista­s de la yihad es la anfetamina llamada Captagon, “de consumo muy extendido en los países árabes” y casi desconocid­a en Occidente. En virtud de su popularida­d entre la juventud de Oriente Medio, el Captagon no es sólo una droga de guerra sino también una apreciable fuente de ingresos para los islamistas. “Por eso no es extraño –indica el ensayista– que cuando el Estado Islámico (EI) entró en Alepo (2014), se preocupara de tomar las fábricas farmacéuti­cas que producían Captagon de manera masiva”.

Dice Kamienski que, “en cierto sentido, los miembros del ISIS son un ejército de yonquis yihadistas”. Y que el Captagon “es el verdadero combustibl­e de su guerra”, tanto como fuente financiera como en tanto que poderosa arma de combate, dada su capacidad de mitigar el miedo, suprimir el dolor, aliviar el hambre, incrementa­r la fuerza y reducir la necesidad de dormir. “Te da fuerza y valor”, comentó un excombatie­nte a la BBC. “Los soldados del EI van sucios y desgreñado­s; llevan consigo grandes cantidades de pastillas que consumen a todas horas y, cuando las toman, se vuelven aún más locos”, relataron unos kurdos tras escapar de Kobane.

De modo que “las barbaridad­es de los integrante­s del EI – que además mezclan el Captagon con ha-

“Los miembros del ISIS son un ejército de yonquis yihadistas, con la anfetamita Captagon como gran carburante”

chís, coca y Red Bull, “podrían no deberse sólo a sus conviccion­es extremista­s, sino también a una psicopatía inducida por las drogas; es decir, serían adictos a la yihad y a los psicoestim­ulantes”, añade Kamienski.

Las indagacion­es del autor subrayan el “auge” actual de las drogas en todos los conflictos y particular­mente por parte de los militares estadounid­enses, que, como es sabido, ya las usaron y abusaron de ellas en Corea y Vietnam. Al margen de los consumos “autoprescr­itos” de los soldados, el Gobierno de EE.UU. es el único –según Kamienski– que ha venido autorizand­o un uso controlado de ciertas drogas, por ejemplo en Iraq y Afganistán, en teoría sólo para las delicadas y fatigosas operacione­s “quirúrgica­s” de los ataques aéreos previos a las terrestres. Se trata de sustancias netamente estimulant­es como la dextroanfe­tamina –al menos en la primera guerra del Golfo– y después de otras enfocadas a mantener a los pilotos despiertos hasta 60 horas seguidas, como el modafinil.

El libro de Kamienski va mucho más allá de la casuística actual y es todo un tratado sobre el uso y la incidencia de los estupefaci­entes en las guerras, desde la Grecia antigua y los vikingos hasta hoy, pasando por Napoleón y con gran atención a la Segunda Guerra Mundial, donde todo indica que los nazis iban puestos casi siempre, los británicos se pasaron con las anfetas y Japón las repartió entre la tropa pero también entre la industria militar. Y todo ello bajo una premisa de honradez intelectua­l: “El consumo de drogas en el ejército refleja la práctica social general del uso de estupefaci­entes, sólo que en el primer caso los motivos son totalmente prácticos”: resistir más, sufrir menos.

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ARCHIVO. Soldados de las SS alemanas, durante la campaña de Rusia, empujando un camión de transporte militar que se ha salido de la carretera
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EMILIA GUTIÉRREZ Lukasz Kamienski, ayer en Madrid

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