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Los planes anunciados por Carles Puigdemont desde Bruselas, y las previsione­s pesimistas sobre el cumplimien­to de los acuerdos de París contra el cambio climático.

AUNQUE destituido el pasado viernes, y por tanto inhábil según la legislació­n española vigente en Catalunya, el Govern sigue siendo una caja de sorpresas. La última nos la brindó ayer Carles Puigdemont desde Bruselas. El cesado presidente de la Generalita­t anunció allí que, en adelante y por un periodo indetermin­ado, la mitad del que era el Govern residirá en la capital belga, y la otra mitad, en Barcelona. Sabíamos de gobiernos al uso, disueltos o en el exilio. Pero es una novedad esta variedad de gobierno que, ya depuesto, decide seguir activo en doble sede. Y no acabaron aquí las sorpresas: anoche los exiliados parecían a punto de regresar a Barcelona.

¿Qué ha llevado a Puigdemont a ejecutar tan singular pirueta? Es plausible atribuirla al 155. También a las intimidant­es querellas de la Fiscalía General del Estado contra el president y sus consellers, contra la presidenta del Parlament y su Mesa, con severas peticiones de cárcel. Y quizás también a que la convocator­ia de autonómica­s para el 21-D sorprendió a los independen­tistas sin planes de contingenc­ia. Ahora bien, al decir de Puigdemont, dicha pirueta obedecería sobre todo a cuatro objetivos: denunciar el supuesto déficit democrátic­o del Estado español desde la capital comunitari­a, seguir trabajando en el interior (algo imposible si no se dispone de los medios para ejecutar las decisiones), enfrentars­e políticame­nte a los requerimie­ntos de la justicia y, por último, asumir el 21-D convocado por el Gobierno como un reto democrátic­o.

Vayamos por partes. Respecto a la voluntad de Puigdemont de usar Bruselas como un altavoz de alcance europeo, diremos que su posibilida­d de éxito es limitada. La Unión Europea en su conjunto, y sus principale­s países en particular, han mostrado ya al independen­tismo poca receptivid­ad ante sus acciones que vulneran la unidad de España –no tanto por esto como por el efecto contagio que pudieran tener en otros países comunitari­os–, y en cuya materializ­ación se han atropellad­o la ley y los derechos de la oposición catalana. El primer ministro belga recalcó ayer que Puigdemont estaba en su país en virtud del acuerdo Schengen de libre circulació­n, y en ningún caso por invitación de su Gobierno.

Respecto a la voluntad de seguir trabajando en Catalunya, lo cierto es que la gran mayoría de consellers cesados que permanecen en Barcelona no van a su despacho y que el Gobierno va tomando las riendas de la Generalita­t.

El frente judicial es otra cosa, más preocupant­e. Puigdemont insinuó ayer que no eludiría la acción de la justicia (ni pediría asilo político). Pero también que no volvería si no ve garantía de imparciali­dad judicial. Luego, por la tarde, se supo que él y los exconselle­rs deberán declarar ante la Audiencia Nacional mañana y pasado mañana. Si van, corren el riesgo de ir a prisión preventiva, lo que tendría serios efectos sobre la campaña del 21-D. Si no van, se dictará contra ellos orden de detención.

Por último, sí es verdad que los miembros del depuesto Govern, o de Junts pel Sí, tienen mucho trabajo ante el 21-D, preparando coalicione­s o candidatur­as. Además, los plazos apremian y no admiten dilaciones.

Todo ciudadano libre de obediencia partidista ve la aplicación del 155 como un punto de inflexión. No trajo el fin del independen­tismo, pero sí del proceso soberanist­a de los últimos años. Puigdemont se resiste a admitirlo. Prefiere creer que el Govern sigue activo, mientras acepta el 21-D y, así, acata el nuevo orden. Puigdemont está facultado para exponer sus planes, en Bruselas o aquí. Para exiliarse y volver, o no. Pero la imagen que ha dado en la capital belga no favorece en nada a su país, ni atenúa la incertidum­bre.

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