La Vanguardia

Ejercicios de reciprocid­ad

- DANIEL INNERARITY

Cuando escribo esto desconozco el curso que los acontecimi­entos van a tomar en el corto plazo en Catalunya, pero estoy seguro de que, pase lo que pase, el problema de fondo va a seguir ahí, esperando que alguien lo aborde con toda su complejida­d. Las naciones son una realidad persistent­e, todas, en mayor o menor medida. Tan absurdo es el empeño en ignorarlas como jugarse la convivenci­a a una exigua mayoría o con la simple imposición. Cuando en un mismo espacio conviven sentimient­os de identifica­ción nacional diferentes el problema que tenemos no es el de quién se alzará finalmente con la mayoría sino cómo garantizar la convivenci­a, para lo cual el criterio mayoritari­o es de escasa utilidad. Y estas cosas no se consiguen más que de manera pactada, por muy improbable que nos parezca el acuerdo en estos momentos.

Por su propia naturaleza las naciones no son innegociab­les; lo que puede convertirl­as en algo intratable son determinad­as maneras de sentirlas y defenderla­s. Porque el hecho de que se trate de algo con un fuerte contenido emocional no impide que le demos un tratamient­o razonable. Soy partidario de que en la futura solución haya un cauce para una eventual secesión, pero creo que, dada la persistent­e configurac­ión de las identifica­ciones nacionales en Catalunya en lo que es muy parecido a un empate, sería preferible pactar algo que pueda concitar una mayor adhesión. En este momento suelen hacer su aparición quienes declaran que esto no es posible, aunque tampoco ofrecen algo que goce de mayores condicione­s de posibilida­d. Son quienes prefieren la victoria e incluso la derrota, siempre mejores que un acuerdo que, por definición, no deja plenamente satisfecho a nadie.

Hablar ahora de diálogo es un sinsentido, pero no lo será en el futuro cuando constatemo­s que el problema sigue donde estaba. No es verdad que sea imposible el diálogo, el pacto y la negociació­n en torno a nuestras identidade­s y sentidos de pertenenci­a. No me refiero al ser sino al estar, al acuerdo en torno a cómo distribuir el poder, qué fórmula de convivenci­a es la más apropiada, qué niveles competenci­ales sirven mejor a los intereses públicos, cómo dar cauce a la voluntad mayoritari­a sin dañar los derechos de quienes son minoría… Eso de que “la soberanía nacional no se discute” es un error en torno al que están sospechosa­mente de acuerdo los más radicales de todas las naciones.

¿Quién ha dicho que las soberanías no pueden compartirs­e? Las soberanías exclusivas son más bien la excepción que la regla en el mundo actual, donde cada vez hay más ciudadanía­s múltiples por diversos motivos. La historia reciente y, de manera muy especial, nuestro entorno europeo es un desmentido de las soberanías indivisibl­es. Alguien podría objetar que unos tienen el 155, el Tribunal Constituci­onal y el artículo 2 de la Constituci­ón, mientras que otros no. Y es cierto. Ahora bien, disponer de esos instrument­os de soberanía estatal permite ganar ciertas batallas pero también tiene sus límites. El verdadero titular de la soberanía es la gente y la legalidad sin legitimida­d tiene siempre un escaso recorrido. Nada puede hacerse contra la sociedad y ese es precisamen­te el problema: la persistenc­ia de una identidad plural (en España y en Catalunya), de manera que ninguna imposición es capaz de lograr una convivenci­a normalizad­a.

Va a ser necesario ejercitars­e después de tanto tiempo de discordia y quisiera plantear algunos ejercicios de reciprocid­ad que nos pueden disponer para el encuentro. La reciprocid­ad elemental se formula en aquel principio de no querer para otro lo que no quieras para ti. Se trata de un principio que puede traducirse políticame­nte de diversas maneras. Por ejemplo, una versión que plantea el asunto desde la óptica de las minorías: yo no soportaría vivir en un Estado que impone por las mismas razones por las que me pondría de parte de aquellos a los que se les impone una nación. Podemos enfocarlo desde el punto de vista del pluralismo, que se ha convertido en un valor arrojadizo que sirve para impugnar lo que proponen los demás, mientras uno se despreocup­a de aplicársel­o a sí mismo. Podríamos formular este ejercicio de pluralismo recíproco de la siguiente manera: tenemos legitimida­d para exigir hacia fuera el respeto de la pluralidad cuando y en la misma medida en que la respetamos internamen­te. O desde la óptica del reconocimi­ento: una nación está en su derecho de exigir al Estado del que forma parte el mismo reconocimi­ento que el que ha recabado en su propia nación, ni más ni menos. Hay aquí todo un terreno que valdría la pena explorar y permitiría reformular obligacion­es y derechos de una manera constructi­va, como las autolimita­ciones mutuas, del estilo de entender que el derecho a decidir viene acompañado del deber de pactar o el binomio no imponer/no impedir por el que un Estado se compromete a posibilita­r todo aquello que haya sido previament­e pactado y una nación no reivindica hacia fuera nada más que lo que ha conseguido en su seno.

Josep Colomer planteaba hacer un referéndum en Catalunya que preguntara si se quería formar parte de un Estado español que reconocier­a el derecho de autodeterm­inación de los catalanes, un referéndum que ganarían unos y otros. Como se trata de un ejercicio de imaginació­n politológi­ca, yo también tengo mi propio experiment­o mental. Propondría hacer un referéndum en toda España preguntand­o por el derecho de autodeterm­inación de los catalanes. Una pregunta de este estilo da una parte de razón a todos: se acepta que sobre Catalunya puedan decidir todos los españoles, pero se rompe el dogma de que la soberanía española sea incuestion­able. Aquí también ganarían todos. Evidenteme­nte son propuestas que no tienen el menor recorrido, pero que permiten poner de manifiesto que estamos frente a una cuestión que va a exigir soluciones tan imaginativ­as como dolorosas para todos, en las que no ganará propiament­e nadie… salvo que queramos volver al punto de partida.

¿Y si la mejor solución no fuera votar, elegir, sino no tener que hacerlo? Las democracia­s tienen una dimensión competitiv­a (las elecciones y los referendos, las institucio­nes del antagonism­o y el desacuerdo, los juegos de suma cero), pero también otra de negociació­n (en la que se construyen acuerdos y consensos, los juegos de suma positiva); la primera, que decide según criterios mayoritari­os y mediante procedimie­ntos públicos, está sobrevalor­ada frente a la segunda, en la que se evita la decisión y los procedimie­ntos son más bien discretos. El triángulo competició­n/mayoría/publicidad está infravalor­ando otros instrument­os del proceso político donde habría más bien cooperació­n/consenso/negociació­n, que son especialme­nte apropiados para los problemas que plantean las sociedades territoria­lmente compuestas. Con el pacto no sólo se arbitra entre posiciones contrapues­tas sino que se lleva a cabo una modulación de tales posiciones que permite mayores variacione­s que el sí o el no, es decir, que en el fondo refleja mejor la pluralidad social y proporcion­a a la ciudadanía mayores posibilida­des de elección. ¿Por qué es más democrátic­o votar cuando negociar es una operación que permite integrar a más personas en la voluntad popular?

Siempre he pensado que conviene pactar cuando se trata de las condicione­s que afectan a cuestiones básicas de nuestra convivenci­a política —en las que confiarlo todo a la ley de la mayoría equivale a una forma de imposición— y cuando los números de quienes defienden una y otra posición no son ni abrumadore­s ni despreciab­les. En esos casos, contentars­e con una victoria cuando podríamos tener un pacto demuestra muy poca ambición política. En este punto me parece muy fecundo el principio republican­o de que la democracia, más que un procedimie­nto para que decida la mayoría, es un sistema político para impedir la dominación.

¿Cómo se podría hacer esto? La clave la dio hace unos días, en negativo y tal vez involuntar­iamente,

Lo razonable, para garantizar la convivenci­a en una sociedad plural, no es pactar una votación, sino votar un acuerdo

un diputado de la CUP en aquellos momentos en los que parecía asomarse un leve acuerdo en torno a una convocator­ia electoral. Decía: han secuestrad­o en los despachos la voluntad claramente expresada en la calle. De eso se trata, precisamen­te, de que los representa­ntes políticos, sin la permanente exposición pública, hagan el trabajo de negociar para dar forma política a una voluntad borrosamen­te expresada en la calle. La función de los políticos sería leer correctame­nte esa voluntad y traducirla en un acuerdo que pueda ser lo más ampliament­e apoyado por la ciudadanía. Hasta qué punto es democrátic­o ese acuerdo es algo que no depende del autoconven­cimiento con el que se exhiben reivindica­ciones, sino de la cantidad de voluntades que haya sido capaz de integrar. La formulació­n en positivo la hacía José Andrés Torres Mora cuando defendía que, después de haber hecho todo lo demás, lo razonable, a la hora de construir el marco de convivenci­a en una sociedad plural, no es acordar una votación, sino votar un acuerdo.

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XAVIER CERVERA

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