Mediodía, interiores
Almuerzo con un amigo en un restaurante del centro de Barcelona, abierto hace poco, de esos que parecen querer imitar el Nueva York de las películas que parecen, a su vez, inspirarse en las novelas de Paul Auster o en algunas teleseries donde la gran metrópolis es retratada como el homenaje de un futuro antiguo a un presente inencontrable. En este local, todos los objetos son de un despintado falso vintage –valga la redundancia– mientras los clientes intentamos –sin darnos cuenta de ello– estar a la altura de un decorado que podría hacernos sentir impostores dentro de nuestras respectivas existencias. Los camareros son jóvenes y políglotas –aquí incluso entienden el catalán– y exhiben una suavidad que lo hace todo amable y fácil. En las mesas, convivimos indígenas y turistas con una naturalidad extraordinaria, no hay mucho ruido y el mediodía aspira a ser como el de los anuncios de cerveza.
Mi amigo me habla de su mujer –que ahora sufre una enfermedad de las que hacen parar máquinas– y de sus hijos. Hemos dejado fuera los asuntos que queman, la cosa pública que se deshace en las manos, la desazón y la indignación, las preguntas sin respuesta, las especulaciones infinitas sobre las múltiples posibilidades de las diversas derivadas. La luz de la calle entra cohibida y saboreamos un vino que no tiene grandes pretensiones pero que satisface. “Gracias a mi hijo he vuelto a interesarme por el fútbol”, me explica el amigo. Y yo pienso en mi padre, que me traspasó su indiferencia cósmica por el deporte rey y su pasión por el teatro. Somos animales imitadores. “Por las noches, estoy tan cansado que no puedo terminar ninguna película”, suelta mientras prueba una sopa de calabaza. Es una infor-
Entran en prisión personas que no son criminales y que sólo tendrían que ser juzgadas por los electores
mación que ya sabía, porque me la da cada vez que charlamos largamente. Yo también le digo hoy algo que ya le he explicado docenas de veces. Son los rituales de la conversación entre amigos. Simulamos que es la primera vez que nos lo explicamos. Hay un cierto confort en estas reiteraciones.
Si la vida imita al arte, alguien debería volar dentro del restaurante y eso sería un homenaje al autor de Mr. Vertigo. Pero no pasa nada sobrenatural, salvo certificar que tenemos cincuenta años y todavía no queremos apuntarnos al club del cinismo. “¿Quieren postres o café?”, pregunta el camarero. La vida normal es esta falsa calma que interpretamos mientras comemos, pocas horas antes de que entren en prisión personas que no son criminales y que sólo tendrían que ser juzgadas por los electores. La luz cambia, prolongamos la conversación, repetimos cafés. Unos turistas yanquis se despiden del encargado del negocio.
Mi amigo conoció a Paul Auster y se fumó un cigarro en su compañía. Me gusta que me explique aquel encuentro. Al escucharlo, intento vacunarme contra el horror que ahora nos llega.