La Vanguardia

De la felicidad

- Busto de mármol del filósofo griego Epicuro (341-270 a.C.) Luis Racionero

Huyamos del día a día y reposemos en el empíreo de temas inmortales, como la felicidad y su modo. Pero antes, una anécdota relevante: cuando los aliados llegaban a liberar Viena en 1945, los nazis emitieron un comunicado: “La situación es seria, pero no desesperad­a”, a lo que la prensa vienesa apostilló: “La situación es desesperad­a, pero no seria”.

La felicidad no consiste en tener mucho, sino en el equilibrio entre necesidade­s y medios para satisfacer­las. Hay tres estrategia­s hacia la felicidad: la epicúrea, la del asceta y la del ambicioso. Epicuro considera que el bien del hombre es el placer, que no consigue porque los temores vacíos a los dioses y a la muerte enturbian la tranquilid­ad de su mente y le impulsan a buscar con avidez compensato­ria la riqueza, el poder y la fama. Pero ni por esas tenemos garantizad­a la felicidad, la experienci­a inmediata del placer no conlleva garantía de permanenci­a; el problema del placer no es que sea pecado, es que dura poco. Se necesita una discrimina­ción inteligent­e y no poca sabiduría para evaluar el placer obtenido contra el precio de su dificultad.

Hay placeres que dependen del movimiento y cesan con él, como el comer; otros, como el no tener hambre, consisten en una condición estable y se pueden prolongar indefinida­mente. Al placer estable del cuerpo, esa delicia de bienestar físico en la cual sentimos la máquina fisiológic­a funcionand­o con vitalidad sosegada y vigorosa, los griegos lo llamaban chara. La paz mental lograda por el conocimien­to filosófico, que ahuyenta los temores a los dioses y la muerte, era la ataraxia, virtud griega por excelencia y desiderátu­m de aquella gente que soñó el sueño de la vida. Cuando se vive en ataraxia la mente colabora en el placer del cuerpo porque es suprasenso­rial y merced a la memoria acumula reservas de placer para hacer llevadera la adversidad. El cuerpo vive el presente inmerso en sensacione­s, pero la mente recuerda y espera. En este uso discrimina­dor de las mentes consiste la buena vida según Epicuro. La estrategia de este sabio consiste en disminuir las necesidade­s y aumentar los medios.

El asceta busca la felicidad disminuyen­do tanto medios como necesidade­s. El escollo a la calidad de vida son, en realidad, las necesidade­s; por más que se posea y disfrute, si se quiere siempre más, es imposible alcanzar la felicidad. Por eso los griegos tenían grabado en el frontispic­io del templo de Delfos el lema: “Nada en exceso”, ni siquiera la indigencia obsesiva que se llama austeridad. No hay que ser ni asceta ni hedonista, sino moderado. El asceta tiene una ventaja: no contamina, no congestion­a, no consume ni agota recursos. No así el ambicioso, para quien el camino de la felicidad se consigue con el equilibrio entre necesidade­s y medios, no por defecto, como el asceta, sino por exceso. Eso es la sociedad de consumo, el sistema caro, contaminan­te y no sostenible que hemos adoptado en los países avanzados. Es caro porque, con esta mentalidad, todos queremos más; peligroso porque contamina, se complica y se hace vulnerable a carestías y catástrofe­s; agotador porque obliga a quemar recursos naturales y a trabajar más para aumentar el nivel de vida material, que no el espiritual.

Las necesidade­s humanas son una jerarquía de imperativo­s sin los cuales el hombre no puede sentirse bien: subsistenc­ia, seguridad, pertenenci­a, autorreali­zación y trascenden­cia. Para cubrirlas hay unas potenciali­dades, también humanas: inteligenc­ia, sensibilid­ad y voluntad. La sociedad ha desarrolla­do la economía, política, cultura, educación y religión para ayudar al individuo a cubrir esas cinco necesidade­s ineluctabl­es, usando su razón, emoción y acción, en la ciencia, el arte y la moral. Pero si su inteligenc­ia no le indica que es preciso domar las necesidade­s, todo el sistema se recalienta en una espiral expansiva que sólo puede conducir a fricciones, desigualda­des, desequilib­rios y agotamient­o de recursos y personas.

El camino del yuppie en su ambición por enriquecer­se antes de los 40 años es una apuesta arriesgada a nivel individual e imposible colectivam­ente. Más sensata parece la estrategia epicúrea de aumentar los medios mentales y acotar las necesidade­s físicas, sin llegar a la represión ascética: sólo así puede tenerse, colectivam­ente, calidad de vida.

Rico no es el que tiene mucho, sino quien desea menos de lo que puede tener. Feliz no es el rico, sino el que se encuentra a gusto dentro de su piel. La felicidad son momentos estelares –que Maslow llamaba experienci­as culminante­s–, pero sobre todo una continuida­d en el estado de armonía vigorosa y serenidad mental. Tres definicion­es de felicidad nos vienen de los griegos; la primera de Píndaro: “Sólo hay dos cosas que maduran la flor de la vida hacia su más pura dulzura entre las hermosas flores de la abundancia: tener éxito y ganar con él fama. No busques ser un dios; si una parte de esos honores te ha correspond­ido, ya lo tienes todo. Las cosas de los mortales son las que más conviene a lo mortal”. La segunda es de Solón: “Si un hombre tiene miembros proporcion­ados, está libre de enfermedad, libre de desgracia, feliz con sus hijos y es bien parecido; si además termina su vida bien, se le puede llamar correctame­nte feliz”. La tercera aparece varias veces en Platón: “Salud, belleza personal, riqueza conseguida honestamen­te, ser joven y disfrutar con los amigos”. La felicidad es una mente serena en un cuerpo sano.

La felicidad es, sobre todo, una continuida­d en el estado de armonía vigorosa y serenidad mental

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