La Vanguardia

Cómo definir una especie en el siglo XXI

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Desde los inicios del pensamient­o racional, los humanos hemos estado buscando maneras de tener la diversidad biológica organizada en unidades que podamos reconocer. Recurriend­o a un símil ya muy utilizado, es un intento titánico de crear un gran armario con secciones, cajones y cajoncitos donde cada ser vivo pueda ser ubicado, guardando una distribuci­ón racional y basada en similitude­s evolutivas. Esta clasificac­ión se basa en la idea de que si dos organismos se parecen es porque hace menos tiempo que se separaron de un ancestro común. Aristótele­s y sobre todo Linneo son aún hoy los responsabl­es de que sigamos buscando y discutiend­o maneras de hacer esta organizaci­ón robusta, sistemátic­a y objetiva.

Esta organizaci­ón está centrada en el concepto de especie, que es la unidad básica de organizaci­ón de las entidades biológicas. Pero la propia definición de esta entidad ha ido cambiando con el tiempo a medida que nuestro conocimien­to de la realidad que nos rodea y de su complejida­d ha ido aumentando. Así, la definición más clásica (Mayr y Dobzhansky, siglo XX), que definía las especies como aquellos grupos de organismos que se pueden cruzar entre ellos, pero que están aislados de otros grupos parecidos, se ha ido ampliando y actualment­e hay hasta 26 (¡26!) definicion­es diferentes con el fin de incluir toda la complejida­d de situacione­s biológicas a las que los científico­s nos hemos tenido que enfrentar.

No hay una única manera de definir las especies que pueda ser aplicada de manera transversa­l a todos los organismos. Claramente, un organismo sexual tiene unas dinámicas y caracterís­ticas diferentes de los asexuales o, en el caso de organismos extinguido­s, no podemos saber si se cruzaban entre ellos. Sea como sea, las maneras de caracteriz­ar una especie también han ido cambiando. Partiendo de la mera descripció­n de pocos centenares de caracteres morfológic­os derivados en las especies, hoy día la genética nos ha abierto un mundo y millones de bases genéticas nos han ayudado a resolver dilemas sobre los que llevábamos décadas discutiend­o. Pero este incremento de resolu- ción derivado de disponer de millones de marcadores genéticos nos ha llevado también a la disyuntiva de tener que poner en cajones separados, a menudo arbitrario­s, individuos que en el fondo pertenecen a un gradiente continuo de variabilid­ad.

Si a esta perspectiv­a le sumamos una nueva visión que hoy día está cogiendo fuerza, que tiene en cuenta la hibridació­n entre especies (por ejemplo, entre Homo sapiens y neandertal­es, o entre chimpancés y bonobos) o incluso la transferen­cia horizontal en otros organismos como las bacterias, la caracteriz­ación de las especies se complica y podremos entender que definir de manera única e inequívoca una especie no es un trabajo trivial. Pero es que quizás nos tendríamos que plantear si tiene sentido definir especies, ya que una aproximaci­ón reduccioni­sta y discreta quizás no es la adecuada para capturar la gran complejida­d biológica y todas las casuística­s que se pueden contemplar.

En el caso que hoy nos ocupa, la nueva descripció­n de una especie de orangután se fundamenta en la tradiciona­l clasificac­ión taxonómica de los primates desarrolla­da en la segunda mitad del siglo XX. En ella, ciertos factores como la distribuci­ón ecológico-morfológic­a han sido predominan­tes para separar grupos de individuos en especies diferentes. El orangután de Batang Toru ( Pongo tapanulien­sis) presenta las suficiente­s caracterís­ticas morfológic­as, ecológicas y genéticas para que los taxónomos especializ­ados en primates lo propongan como una nueva especie. Esta población es claramente singulariz­ada con respecto al resto de orangutane­s, forma parte de la biodiversi­dad del planeta y, por su trayectori­a evolutiva, nos ha permitido resolver muchas preguntas sobre cómo los orangutane­s llegaron a Sumatra y Borneo. Teniendo en cuenta que quedan sólo unos 800 ejemplares en libertad, las estrategia­s de conservaci­ón nos tienen que permitir hacer un trabajo parecido al que ya se ha hecho con los gorilas de montaña, con el fin de recuperar de manera paulatina, pero incansable, un tamaño poblaciona­l que nos permita dejar de hablar de la población de grandes simios más amenazada con el planeta.

Deberíamos plantearno­s si tiene sentido definir categorías que no reflejan la complejida­d de la biología

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