Sardà, el necesario
Colaborar con medios de comunicación te obliga a salir de casa y a romper hábitos misántropos. Coges taxis, hablas con profesionales jóvenes y eficaces, te dejas maquillar y, si tienes suerte, compartes estudio, plató o redacción con gente a la que respetas. En mi álbum particular conservo algunos cromos mediáticos memorables. El último: unas horas con Xavier Sardà en un plató de La Sexta. Conocí a Sardà hace más de treinta años, cuando la vida noctámbula era la distancia más corta entre dos puntos. Entonces él tenía unas facultades cómicas excepcionales y un carisma que lo hacía ser vorazmente ambicioso, tenaz y exigente. Teníamos amigos comunes y lo fui siguiendo como simpatizante de un estilo que, pese a unas facultades innatas para la comedia, lo empujaban a ser un periodista obsesionado por, con la fraternal complicidad de Joan Ramon Mainat, fusionar la información rigurosa, la opinión plural y progresista y el cachondeo marinero creativo.
Elipsis: Sardà se convirtió en una estrella. Sobre todo en los años marcianos en los que alteró los horarios noctámbulos de la gente con Crónicas marcianas, un programa que, en realidad, era un vicio. En aquella época Sardà era un cohete propulsado por gasolina intestinal. Le gustaba enfrentarse tanto a los tics inquisidores de Aznar como a la condescendencia de los repartidores de carnés de tele basura o a las servidumbres de la popularidad. A veces hacía sufrir por
No podía prever que, por azares políticos, le tocaría convertirse en referente desesperado de la tercera vía
vehemente y temerario y cuando regresó a la tierra, con programas que le permitían alimentar pasiones como la aeronáutica o los viajes, quedó claro que iniciaba una nueva etapa. Una etapa que tanto podía incluir libros amargamente autobiográficos como tesoros surrealistas con Juan Carlos Ortega. Sardà no podía prever que, por azares políticos, le tocaría convertirse en referente desesperado de una imposible tercera vía en el conflicto entre los gobiernos de España y de Catalunya, que ayer vivió otro escandaloso episodio hacia el colapso civil. Y que, de plató en plató, defendería cuadraturas de círculos que nacen de unas convicciones cada vez menos ignífugas.
En los últimos años lo he visto envejecer en pantalla, sobreviviendo a las emboscadas de embusteros profesionales o detectando en directo la falta de ritmo de programas sin energía marciana. Hace unas noches tuve el honor de compartir con él uno de esos exorcismos tertulianos sobre la actualidad catalana en el que te invitan a rematar preguntas imposibles. Sólo estuve pendiente de no decepcionar a Sardà y lo vi resoplar e indignarse antes de deshacer un nudo argumental a base de perífrasis, gesticulaciones neorrealistas y una elocuencia trabajada. Al salir, iba casi cojo. Llevaba diez horas junto al incombustible Antonio García Ferreras y me dijo: “Estos taburetes de bar me están matando”. De todos los estragos que provocará este proceso político, perder a Sardà por culpa de un taburete sería grotesco. Compañeros de La Sexta: como parece que esto va para largo y que la situación no deja de empeorar, haced el favor de comprarle una silla como dios manda. Se la ha ganado.