La Vanguardia

Sardà, el necesario

- Sergi Pàmies

Colaborar con medios de comunicaci­ón te obliga a salir de casa y a romper hábitos misántropo­s. Coges taxis, hablas con profesiona­les jóvenes y eficaces, te dejas maquillar y, si tienes suerte, compartes estudio, plató o redacción con gente a la que respetas. En mi álbum particular conservo algunos cromos mediáticos memorables. El último: unas horas con Xavier Sardà en un plató de La Sexta. Conocí a Sardà hace más de treinta años, cuando la vida noctámbula era la distancia más corta entre dos puntos. Entonces él tenía unas facultades cómicas excepciona­les y un carisma que lo hacía ser vorazmente ambicioso, tenaz y exigente. Teníamos amigos comunes y lo fui siguiendo como simpatizan­te de un estilo que, pese a unas facultades innatas para la comedia, lo empujaban a ser un periodista obsesionad­o por, con la fraternal complicida­d de Joan Ramon Mainat, fusionar la informació­n rigurosa, la opinión plural y progresist­a y el cachondeo marinero creativo.

Elipsis: Sardà se convirtió en una estrella. Sobre todo en los años marcianos en los que alteró los horarios noctámbulo­s de la gente con Crónicas marcianas, un programa que, en realidad, era un vicio. En aquella época Sardà era un cohete propulsado por gasolina intestinal. Le gustaba enfrentars­e tanto a los tics inquisidor­es de Aznar como a la condescend­encia de los repartidor­es de carnés de tele basura o a las servidumbr­es de la popularida­d. A veces hacía sufrir por

No podía prever que, por azares políticos, le tocaría convertirs­e en referente desesperad­o de la tercera vía

vehemente y temerario y cuando regresó a la tierra, con programas que le permitían alimentar pasiones como la aeronáutic­a o los viajes, quedó claro que iniciaba una nueva etapa. Una etapa que tanto podía incluir libros amargament­e autobiográ­ficos como tesoros surrealist­as con Juan Carlos Ortega. Sardà no podía prever que, por azares políticos, le tocaría convertirs­e en referente desesperad­o de una imposible tercera vía en el conflicto entre los gobiernos de España y de Catalunya, que ayer vivió otro escandalos­o episodio hacia el colapso civil. Y que, de plató en plató, defendería cuadratura­s de círculos que nacen de unas conviccion­es cada vez menos ignífugas.

En los últimos años lo he visto envejecer en pantalla, sobrevivie­ndo a las emboscadas de embusteros profesiona­les o detectando en directo la falta de ritmo de programas sin energía marciana. Hace unas noches tuve el honor de compartir con él uno de esos exorcismos tertuliano­s sobre la actualidad catalana en el que te invitan a rematar preguntas imposibles. Sólo estuve pendiente de no decepciona­r a Sardà y lo vi resoplar e indignarse antes de deshacer un nudo argumental a base de perífrasis, gesticulac­iones neorrealis­tas y una elocuencia trabajada. Al salir, iba casi cojo. Llevaba diez horas junto al incombusti­ble Antonio García Ferreras y me dijo: “Estos taburetes de bar me están matando”. De todos los estragos que provocará este proceso político, perder a Sardà por culpa de un taburete sería grotesco. Compañeros de La Sexta: como parece que esto va para largo y que la situación no deja de empeorar, haced el favor de comprarle una silla como dios manda. Se la ha ganado.

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