Y al despertar, el drama seguía ahí
EL país se fue a dormir el jueves con la imagen de las furgonetas de la Guardia Civil, reconocibles por sus luces azules, dirigiéndose en mitad de la noche a la prisión de Estremera, al sudeste de Madrid, con nueve exconsellers de la Generalitat a bordo. El mismo país se despertó la mañana del viernes y el drama seguía allí, como el dinosaurio en el cuento de Monterroso. Pero, sobre todo, se levantó con una sensación de impotencia democrática e igualmente de fracaso colectivo.
El exconseller Santi Vila, el único de los detenidos para el que la juez Lamela no había decretado prisión incondicional, pudo abandonar el penal tras pagar, a mediodía de ayer, los 50.000 euros de fianza. A la salida, dijo dos cosas. Una, que era descorazonador ver que quienes eran miembros del gobierno catalán habían ingresado en la cárcel con el carnet de recluso. Y dos, que pedía a los presidentes del Gobierno, del Congreso y del Senado que acabaran con esta situación terrible, que en nada beneficia a la democracia española.
Desde hace un tiempo, los días en Catalunya son flácidos como el camembert que inspiró a Dalí para sus relojes blandos e inflamados como las jirafas en llamas igualmente dalinianas. A medida que avanzaba la jornada hubo cortes de carreteras, manifestaciones multitudinarias y una convocatoria de huelga general para el día 8. Nada que no fuera previsible, todo lo que nos conduce a un futuro impredecible. Y la juez dictó una orden internacional de busca y captura de Carles Puigdemont (y cuatro exconsellers), que a la misma hora declaraba en la televisión pública belga que estaba dispuesto a presentarse como candidato en las elecciones del 21-D, incluso desde el extranjero.
En ese clima se supo que Catalunya es la autonomía donde más subió el paro en octubre. El país está tan frágil como la política. Las elecciones difícilmente resolverán algo. E incluso pueden acabar de enredarlo todo.