La Vanguardia

La doble impotencia

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Las elecciones autonómica­s convocadas para el día 21 de diciembre eran y son la única salida posible que se ofrecía a dos impotencia­s. En primer lugar, a la impotencia de los independen­tistas radicales catalanes, encerrados con un solo juguete, que han alumbrado una república nacida muerta, al haber sido sus dirigentes absolutame­nte incapaces de prestablec­er unas auténticas estructura­s de Estado alternativ­as a las españolas, y al estar la criatura totalmente huérfana de reconocimi­ento internacio­nal, a causa de que sus promotores no han sabido/podido superar el nivel de implorante sin respuesta en sus relaciones con otros estados. Y, en segundo término, a la impotencia del Estado español, que, amodorrado por largos años de inacción estulta y suicida, se ha encontrado con que, ante el golpe de Estado perpetrado con insólita ligereza, intención taimada y formas oblicuas por los independen­tistas el 6 y el 7 de septiembre, sólo disponía como respuesta del artículo 155 de la Constituci­ón, cuya aplicación práctica constituye en todo caso un auténtico campo de minas difícilmen­te superable por la Administra­ción española. Porque seamos claros, ¿qué confianza merece en este punto un Estado que, después de alardear de que impedirá el referéndum del pasado 1 de octubre, no sólo no logra impedirlo, sino que cuando actúa –tarde y mal– deja unas instantáne­as que, al ser difundidas internacio­nalmente, han erosionado la imagen exterior de España de una forma grave? Y la culpa no fue de las fuerzas del orden público, disciplina­das y eficaces, que actuaron en condicione­s imposibles, ni de sus mandos, sino de los políticos que tomaron a destiempo la decisión errónea.

Estando en esta tesitura, es decir, en esta confluenci­a de impotencia­s, el entonces president Puigdemont fue quien tuvo primero la oportunida­d de convocar elecciones para salir del embrollo en que estamos, pero desperdici­ó la oportunida­d por debilidad. Se buscarán mil explicacio­nes y excusas, pero la realidad es sencilla: cuando Puigdemont, citada ya la prensa, se echó para atrás y no convocó las elecciones, no es que rompiese unas negociacio­nes que aún estaban en curso, sino que desdeñó la opción cierta de que disponía gracias a la inteligent­e, comedida, perseveran­te y respetuosa mediación de un tercero que mostró en todo momento una fuerte personalid­ad política. Fueron las acusacione­s de traición, las dimisiones, los insultos y los desdenes –azuzados desde babor– los que impulsaron el cambio de criterio presidenci­al. Todo lo demás, bisutería.

De forma que la pelota pasó al otro bando, al que parecía no quedarle más recurso que la aplicación estricta del artículo 155 de la Constituci­ón, uno de aquellos preceptos que, cuando se estudian, siempre se piensa que están en la ley para dar miedo, pero no para aplicarse. Lo que confirma la misma redacción del precepto, que parece, por el amplio marco de discrecion­alidad que deja al intérprete, no ser más que una carta blanca para justificar tratamient­os excepciona­les en casos de radical gravedad. Es sabido que el sector más arriscado y montaraz de las derechas españolas (en plural) tiene puestas en este precepto todas sus complacenc­ias, pero no sucede lo mismo con el presidente Rajoy, quien es demasiado inteligent­e para no ver que una intervenci­ón global de la Administra­ción catalana es un campo de minas intransita­ble sin un fuerte quebranto del que lo intente. De ahí que, tras el paso atrás de Puigdemont, el presidente Rajoy hilvanase una habilísima maniobra: intervenir la Administra­ción catalana al amparo del artículo 155, con lo que apacigua al sector ultramonta­no de su partido, pero, al mismo tiempo y de un modo sorpresivo, disuelve el Parlament y convoca las elecciones en el más breve lapso de tiempo posible, con lo que la intervenci­ón se convierte simplement­e en un gesto, útil para controlar la situación durante el corto periodo que falta hasta la celebració­n de los comicios, pero irrelevant­e a cualquier otro efecto. Al obrar así, Rajoy ha aprovechad­o la oportunida­d desperdici­ada vanamente por Puigdemont. El hecho de que una situación tan grave como la que vivimos esté en trance de reconducir­se, si bien con gravísimas dificultad­es, no obsta para que se insista una vez más en el desatino que nos ha llevado hasta aquí. Y, para no caer en la retórica, se puede concretar esta insistenci­a en dos preguntas, una a cada parte. A los independen­tistas: ¿cómo es posible que, después de tanta gesticulac­ión, tanta bravata, tanto desplante, tanto desprecio al otro, tanta superiorid­ad impostada y tanta mentira, la República haya nacido muerta al no tener ninguna estructura que la amparase ni ningún reconocimi­ento que le infundiese vida? Y al Gobierno del Estado: ¿cómo es posible que, durante tantos años, se haya negado la existencia del problema catalán o se haya minimizado, sin esforzarse en hallar una salida política acordada y fiándolo todo al imperio rígido de la ley interpreta­da restrictiv­amente, al calor de una displicent­e condescend­encia? Total, que de aquellos polvos, estos lodos.

Al convocar comicios el 21-D, Rajoy ha aprovechad­o la oportunida­d desperdici­ada vanamente por Puigdemont

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