La Vanguardia

El Oro del Rhin

- Màrius Serra

El teatro Romea, estos días convulsos, acoge una propuesta espléndida situada en plena Guerra Civil: El laberinto mágico de Max Aub, en versión de José Ramón Fernández y dirección de Ernesto Caballero. El montaje, formidable, no parte de ningún texto teatral, sino que se basa en situacione­s y personajes de seis novelas de Aub, un ciclo narrativo conocido con este título laberíntic­o en que las seis novelas lucen un Campo en el título: cerrado (1943), de sangre (1945), abierto (1951), del Moro (1963), francés (1965) y de los almendros (1968). Quince actores encarnan una cincuenten­a de personajes en escenas que se encadenan de manera prodigiosa. Tan pronto estamos en la playa de la Malvarosa como en el Madrid resistente o en la Barcelona asediada. El médico cojo Julián Templado (“cojuelo” como el diablo de Vélez de Guevara) es un hilo conductor, pero el verdadero protagonis­mo es para la intensidad que proyecta la guerra. La sucesión de escenas, personajes y localizaci­ones, lejos de dispersar la acción dramática, la atomiza. Basta con cuatro sacos, tres sillas, dos mesas y una cama para viajar al reino de la incertidum­bre que gobierna la guerra, para notar las salpicadur­as del miedo, la rabia, el desasosieg­o, el amor y el odio.

Max Aub fue un escritor proteico que cultivó la poesía, el teatro, la narrativa breve, la novela e incluso la falsa biografía. En un precedente de las obras de Joan Fontcubert­a, Aub hizo pasar por buena la biografía ficticia de un presunto pintor cubista exiliado en Chiapas, el catalán Jusep Torres Campalans (1958), en un libro homónimo que incluye un catálogo con las obras que iban a formar parte de una exposición en la Tate Gallery en 1942 y que, naturalmen­te, nunca se inauguró. Aub fue un ciudadano tetranacio­nal: alemán como reflejan los apellidos de sus padres (Aub Mohrenwitz), francés porque nació en París, español porque su familia se instaló en Valencia cuando tenía 11 años y mexicano durante el exilio. Preguntado sobre su identidad, dijo ser español porque “uno es de donde hace el bachillera­to”. Algunas escenas barcelones­as de El laberinto mágico pasan en el Oro del Rhin, un café restaurant­e que presidió durante medio siglo la esquina de Gran Via con rambla Catalunya, junto al Coliseum. Recuerdo que, de pequeño, mi padre siempre me contaba que allí había visto a Joan Capri con una gabardina atada con un cordel (de cinturón) y también que algunos fabricante­s de carbón y cementos con los que mi padre comerciaba se encendían los habanos con un billete de quinientas pesetas, para demostrar que iban sobrados. Siempre que íbamos al centro pasábamos por allí y siempre me contaba lo mismo, parados ante la oficina bancaria en que se convirtió el café a finales de los años sesenta. Diría que del Banco de Granada, uno de aquellos bancos que con sólo recordar su nombre ya te hacen sentir viejo. Aunque cuando en 1924 abrió el Oro del Rhin, el teatro Romea ya hacía sesenta años que funcionaba. Vayan al teatro antes de que los transforme­n todos en bancos.

El montaje, formidable, no parte de un texto teatral, sino de situacione­s y personajes en seis novelas de Aub

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