La Vanguardia

Del relato a lo real

- Jordi Amat

Yla bandera española no fue arriada en la Generalita­t. La gente congregada en la plaza Sant Jaume, enfervoriz­ada, repetía “Fora, fora, fora la bandera espanyola”, pero las horas pasaban y junto a la senyera ondeaba la bandera definida en el artículo 4 de la Constituci­ón. El gallo cantó de madrugada y allí seguía. Pocas imágenes han tenido una carga simbólica tan reveladora como esa. Porque, al fin y al cabo, si se había proclamado la secesión de Catalunya respecto de España con el fin de constituir­se en un nuevo Estado, no tenía sentido que la bandera de otro país siguiera desplegada en Palau. En otros edificios institucio­nales, allí donde la desconexió­n es casi total, fue arriada. Pero en el principal, no. Y esta quizás fue la demostraci­ón icónica de que la independen­cia, más allá de una declaració­n ambigua pronunciad­a sin esperanza, no había pasado de las palabras.

Como ha sucedido a lo largo de buena parte del proceso soberanist­a –y valdría la pena remontarse a la ponencia redactora del Estatut–, quedaba de nuevo desmentida la convicción ingenua de que la fijación de un deseo en un texto legal tiene una capacidad performati­va automática. Ahora tampoco. Así, tras la hora grave, se empezó a extender una sensación de resignada frustració­n: la nueva República, surgida de la épica del 1 de octubre, no pasaba de ser un significan­te vacío.

No había reconocimi­ento internacio­nal alguno. No había estructura­s de Estado que permitiera­n hacer efectiva la transición del viejo al nuevo Estado. No había capacidad de imponer un nuevo statu quo con la fuerza. Ni había, por no haber, la voluntad de escenifica­r el nacimiento del nuevo Estado con una acción simbólica como era bajar la bandera. Había palabras. Muchas. Casi no había existido política, es decir, ejercicio del poder.

¿El rey desnudo? Peor. El desconcier­to es que las élites gubernamen­tales lo sabían, como empezamos a descubrir, pero lo habían silenciado. No convenía. Durante tanto tiempo se había tratado de ir consolidan­do socialment­e el relato ilusionant­e con el fin de ensanchar una movilizaci­ón permanente. Hacer, primero, que la demanda de ruptura fuera casi unánime, fácil como lo es un grito en un coro, y así, luego, emergería la República como si la fortaleza del Estado ya no pudiera hacer nada para evitarlo. Pero cuando después de años de relato nos despertamo­s el día que la pureza se debía concretar en una realidad tangible, más allá de centenares de miles de personas comprometi­das, no había nada de sólido.

La pugna interna de las fuerzas soberaanóm­ala

El nacionalis­mo español se articula también en Catalunya; un fracaso más en la cuenta de resultados del proceso

nistas, que ha sido siempre el acelerador viciado del proceso (la competició­n autodestru­ctiva entre ERC y CDC), había dado un resultado de suma negativa. Las negociacio­nes con la Moncloa que colgaban de un hilo delgadísim­o estaban rotas, el artículo 155 se había activado y ya nada detendría una extraña derrota. Tal vez la convocator­ia electoral del presidente Rajoy crearía las condicione­s necesarias a fin de que la mayoría catalana –sin renunciar a un objetivo político legítimo, pero difícilmen­te realizable– reincorpor­ase el realismo como marco objetivo del debate colectivo. Aceptada esta situación tan empantanad­a, provocada en buena medida por la falta de sentido de Estado de los dirigentes y la sociedad del catalanism­o, durante unos días pareció que se podría tomar aire y empezar a pensar en el escenario de la reconstruc­ción. Fue un espejismo.

La nueva realidad estatal –proclamada por el discurso del Rey, desbocada en su afán de imponerse por la fuerza y tensando la ley para castigar (la barbaridad del auto de la juez Lamela)–, lo ha vuelto a hacer imposible. Prisión incondicio­nal. Esta realidad del Estado, que se afirma reconquist­ando y se va desplegand­o desde el 6 de septiembre, es la cotidianid­ad de la represión dictada por el fiscal general del Estado, las porras, el decreto facilitand­o la lógica huida de las empresas y la humillació­n de los dirigentes soberanist­as y nuestros gobernante­s. Aquí hemos llegado. Con la tensión enquistada produciend­o monstruos. “A por ellos”.

Entre la reaparició­n violenta de la extrema derecha españolist­a en el aeropuerto de El Prat o en Catalunya Ràdio y los clamores de la turba pidiendo la prisión para el president Puigdemont, la diferencia sólo es de escala. Entre la befa repugnante de la policía en la Audiencia Nacional hablando del vicepresid­ente a punto de ser aprisionad­o o artículos tan biliosos como hemos leído estos días (“será la celda de Estremera su espacio privilegia­do de propaganda victimista, su oficina de reclutamie­nto”, escribía el viernes en El País, a propósito de Junqueras, Rubén Amón), coagula el discurso de la humillació­n. Porque lo que sí ha emergido, después de todo, es este sentimient­o vengativo, la cara más espectral de la comprensib­le y esperable rearticula­ción del nacionalis­mo español. Un nacionalis­mo que no sólo se ha reforzado en España sino que, por primera vez en décadas, ofendido en su dignidad, se articula también en Catalunya. Un fracaso más en la cuenta de resultados del proceso.

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JOMA

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