Licencia para matar
Licencia para matar la democracia; eso es el 155. No ni en su definición ni en su espíritu, pero es en lo que se ha convertido en su aplicación. Y eso sólo es el comienzo, porque cuando se acepta que el fin justifica los medios, estos son muchos en manos de cualquier Estado. Más todavía en un Estado, como el español, donde la oposición ha dejado de serlo y se escuda –por intereses espurios– en que hay que respetar la ley. Era la crónica de una muerte anunciada; porque es lo que tiene situarse en un marco conceptual que no sólo acepta, sino en el que se alaba, el imperio de la ley.
Este mantra se ha convertido en el mejor parapeto en el que esconder las ganancias –de más de una naturaleza–, de más de una formación política; pero sobre todo de toda aquella persona que se ha despertado sabiéndose no demócrata o sólo demócrata hasta un punto –por lo tanto no siéndolo– pero que no está dispuesta a admitirlo. Lo puedo llegar a entender, pero también hay que tener claro que la argumentación no se aguanta –por mucho que se haya corrido delante de los grises– porque es como la careta de un mal disfraz de Halloween. Enseguida, e incluso de lejos, ves que es de mentira.
Vamos, sin embargo, a la ley. ¿Puede ser ajustada a ley una actuación que viene de un fiscal general reprobado por el propio Parlamento para el que trabaja? ¿Puede ser ajustada a ley la actuación de una juez que deja a los acusados sin garantías de defensa antes de enviarlos a prisión? Cuando, además, la propia Audiencia Nacional a la que pertenece, dictaminó –el pleno de la sala, que quiere decir 20 magistrados– que no era de su competencia el delito de rebelión.
Sólo con eso, y hay mucho más documentado –desde la celeridad en determinados procesos y el margen de discrecionalidad en la actuación en otros–, queda claro que cuando el imperio de la ley no tiene el freno de los controles democráticos se convierte en pura arbitrariedad. Eso sí, vestida de gala con la mejor retórica y no sé cuántos artículos del ordenamiento jurídico.
Aun así, todo ello pierde importancia –a pesar de la importancia ingente que tiene– ante el hecho de que el Govern de Catalunya escogido democráticamente está en la prisión o está perseguido por no estarlo. Que se lo haga mirar todo aquel que esté normalizando esta situación; más allá de querer ser, se tiene que saber ser demócrata.