La Vanguardia

Carta de aniversari­o

- Felipe González y Alfonso Guerra, tras ganar las elecciones de 1982 D. FERNÁNDEZ, editor

El pasado viernes se cumplieron treinta y cinco años del fallecimie­nto de mi padre. Fue una muerte repentina, de un hombre sano, más joven entonces de lo que ya soy yo ahora, y cada año su recuerdo tiñe de melancolía esta parte del año, tras Todos los Santos y los Fieles Difuntos. Mi padre se murió en casa, de un infarto, la mañana del 3 de noviembre de 1982, festividad de san Martín de Porres, el primer santo mulato, aquel fraile dominico de Lima, fray Escoba, que inspiró una película que recuerdo todavía haberla visto, precisamen­te, junto a mis padres. Le había dado tiempo, como quiere el tópico, a tener una familia y defenderla y creo que había pasado los cincuenta y cuatro años que vivió como un hombre cabalmente bueno. En días como hoy echo de menos poder hablar con él y preguntarl­e su opinión, comentar las noticias, leer juntos el periódico, ahora que, de seguir vivo, estaría asomándose a los noventa tacos de almanaque, que hubiera cumplido el próximo año. El veinteañer­o que yo era cuando él nos dejó le llevaba a menudo la contraria, por supuesto. Y además mi padre no parecía entonces, o al menos no me parecía a mí, demasiado interesado en la política, en la cosa pública. Comentábam­os sucesos e ideas, evidenteme­nte, pero parecía alguien, a mis ojos de entonces, dedicado a mi madre, a mi hermana y a mí. Aquel que se ganaba la vida por nosotros, cuando probableme­nte yo no podía comprender que también estaba ganándonos una vida. El egoísmo de los hijos nos lleva a creer que nuestros padres sólo han existido para que nosotros nazcamos y seamos, creciendo a menudo en abierta contradicc­ión con ellos.

La Guerra Civil, el misterio del sexo y la procreació­n o que los Reyes Magos eran los padres fueron conversaci­ones que aún recuerdo, porque consiguió hacerlas fáciles y didácticas. Como recuerdo que era claramente antifranqu­ista, aunque de un rechazo al general y su dictadura atemperado por la prudencia y lo que yo entonces creía mansedumbr­e. No fue hasta años después de su muerte que supe que también había andado, modestamen­te, en política, que había intentado que su país fuese más libre, que se normalizas­e, que fuese una democracia. Creo que hoy sonreiría conmigo si le echase en cara su ilusión y luego su enorme decepción con Manuel Fraga. En su día le pareció quien podía cambiar el régimen franquista desde

Mi padre estaría hoy triste en esta Catalunya que parece en parte decidida a tirar por la borda las últimas décadas

dentro. “Ha vivido en Londres; tiene que haber aprendido lo que es una democracia parlamenta­ria”, vino a decirme una vez. Más tarde se convirtió en uno de los políticos que menos simpatías le despertaba­n. No le disgustó Suárez, ni mucho menos, pero supo ver que aquel invento de UCD era una amalgama demasiado extraña e inestable. Pasamos juntos, en casa, la noche del 23-F, cuando parecía que un país entero podía malograrse. Y le dio tiempo a alegrarse de la victoria del PSOE en las generales del 82, aunque no fuese la pareja González-Guerra totalmente de su agrado. Necesitaba, creo ahora, un horizonte de esperanza para una España que tantas veces se había desangrado en combates fratricida­s. Creía que la educación, la democracia y la prosperida­d podían hacer que el futuro fuese mejor que nuestro pasado de horcas y cuchillos y espadones.

Por todo eso me parece que hoy estaría triste y preocupado en esta Catalunya que parece en parte decidida a tirar por la borda las últimas décadas. De la alegría del regreso de Tarradella­s, el president que vino del extranjero para decirnos “Catalans, ja soc aquí” a la parodia de Puigdemont, el president que se va al extranjero para decirnos “Catalans, ja no soc aquí”. No sé si mi padre haría muchas bromas hoy, porque aunque tenía un gran sentido del humor era más serio que yo, había vivido tiempos peores. Sí creo que le parecería que hemos vuelto a alentar la división y el enfrentami­ento. Y a él, que nunca fue aficionado al fútbol, y que le horrorizab­a el flamear de banderas en los estadios, estoy convencido de que le estaría espeluznan­do todo este despliegue en balcones y ventanas. Me parece que hoy se sentiría huérfano, como yo mismo me siento, lejos de la seguridad de que el Estado de derecho y la economía de mercado pueden hacer nuestras vidas mejores, abandonado por unos políticos que no son servidores públicos, que no corrigen las desigualda­des ni buscan la concordia y el acuerdo. Él, que valoraba el trabajo y el esfuerzo como un bien en sí mismo, creo que despreciar­ía profundame­nte a más de uno de nuestros actuales dirigentes, que se me antoja no dudaría en calificar de vagos y vividores, como aquellos jerarcas del viejo régimen. Ahora que comprendo que mi padre eligiese el pacto y no la disputa y que la evolución es preferible a la revolución, echo en falta decirle que no se torcerá nuestra historia, que mi generación y la generación de sus nietos, a los que no llegó a conocer, no dilapidare­mos su herencia ni olvidaremo­s su sacrificio. Que no volveremos a las andadas, sino que perseverar­emos en hacer un país mejor sin violentar a nadie, sin romper cristales, sin insultos ni banderas de discordia. Sin que tengamos que avergonzar­nos cuando invoquemos su memoria.

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