Dialogar, debatir, amar
En sus famosos Diálogos, Platón refleja las enseñanzas de Sócrates a sus discípulos con quienes practicaba el arte de debatir. Se trataba de una discusión sobre temas de trascendencia universal, como el amor, la justicia, la libertad, asuntos metafísicos y morales.
Desde el siglo V antes de Cristo, la filosofía griega enseñó a la humanidad a pensar, a valorar, a buscar la verdad, y este esfuerzo representó sentar las bases de la civilización occidental.
Dialogar y debatir es un sano ejercicio intelectual al que hay que acudir con apertura de espíritu, sin barreras previas insalvables. Chesterton recordaba que en su juventud fundó con varios amigos un Club de Debate que comenzó sus tareas discutiendo si realmente podía llamarse así.
En estos últimos tiempos en Catalunya hemos hablado mucho de diálogo, y asistimos a debates no desprovistos de razones y emociones. El peligro es perder de vista a las personas. En este contexto pienso que pueden ser útiles unas reflexiones del papa Francisco en su libro El verdadero poder es el servicio.
Dice en él: “La ética fundamental de los derechos humanos propone tomar siempre al hombre como fin, nunca como medio. Reconocer en él a mi prójimo, no a mi competidor, mi enemigo, mi agresor, mi problema. Pero ¿por qué voy a considerar esto de una persona a la que no conozco y que no tiene nada que ver conmigo? Para ser prójimo yo mismo, es decir, para ser humano”.
El diálogo verdadero y el debate productivo necesitan que haya mutuo respeto, también cuando las diferencias puedan resultar profundas.
Hay una historieta judía que se refiere a esta actitud en la relación entre dos personas con distintas convicciones: Abraham está en la puerta de su tienda y llega un anciano pobre y cansado que pide ayuda. Le acoge, le lava y le da de comer. Entonces se da cuenta de que el forastero toma la comida sin antes bendecir a Dios y al recriminarle, el viejo contesta: “Yo no creo en ningún Dios”. Enfurecido, Abraham le saca de la tienda a empujones. Más tarde Dios le sale al paso y le pregunta: “¿Abraham, qué ha pasado?” Se lo explica y Dios le contesta: “He soportado 80 años el modo de ser de
El diálogo verdadero y el debate productivo necesitan del mutuo respeto, aunque las diferencias sean profundas
este viejito ¿y tú no puedes soportarlo una noche?”.
Los cristianos tenemos la piedra filosofal para el diálogo: el amor. Pero este sentimiento no se improvisa. Procede de la paz interior y de la comprensión que es fruto de sabernos nosotros mismos perdonados y amados por Dios.
Cuando se producen tensiones sociales es más reveladora que nunca la paz que se visualiza en lugares sagrados, sean la catedral o la parroquia de un pequeño pueblo. Fijémonos en una Eucaristía, o en un rato de oración de los fieles allí congregados. No importan las razas, los orígenes geográficos o culturales diversos, las ideas políticas, para que todos nos sintamos hermanos.
Estos espacios de paz debemos trasladarlos a las familias, al trabajo, a nuestras relaciones sociales. Dialogar y debatir serán verbos fáciles de conjugar si partimos del amar.