La Vanguardia

Dialogar, debatir, amar

- DESDE LA DIÓCESIS Jaume Pujol Balcells

En sus famosos Diálogos, Platón refleja las enseñanzas de Sócrates a sus discípulos con quienes practicaba el arte de debatir. Se trataba de una discusión sobre temas de trascenden­cia universal, como el amor, la justicia, la libertad, asuntos metafísico­s y morales.

Desde el siglo V antes de Cristo, la filosofía griega enseñó a la humanidad a pensar, a valorar, a buscar la verdad, y este esfuerzo representó sentar las bases de la civilizaci­ón occidental.

Dialogar y debatir es un sano ejercicio intelectua­l al que hay que acudir con apertura de espíritu, sin barreras previas insalvable­s. Chesterton recordaba que en su juventud fundó con varios amigos un Club de Debate que comenzó sus tareas discutiend­o si realmente podía llamarse así.

En estos últimos tiempos en Catalunya hemos hablado mucho de diálogo, y asistimos a debates no desprovist­os de razones y emociones. El peligro es perder de vista a las personas. En este contexto pienso que pueden ser útiles unas reflexione­s del papa Francisco en su libro El verdadero poder es el servicio.

Dice en él: “La ética fundamenta­l de los derechos humanos propone tomar siempre al hombre como fin, nunca como medio. Reconocer en él a mi prójimo, no a mi competidor, mi enemigo, mi agresor, mi problema. Pero ¿por qué voy a considerar esto de una persona a la que no conozco y que no tiene nada que ver conmigo? Para ser prójimo yo mismo, es decir, para ser humano”.

El diálogo verdadero y el debate productivo necesitan que haya mutuo respeto, también cuando las diferencia­s puedan resultar profundas.

Hay una historieta judía que se refiere a esta actitud en la relación entre dos personas con distintas conviccion­es: Abraham está en la puerta de su tienda y llega un anciano pobre y cansado que pide ayuda. Le acoge, le lava y le da de comer. Entonces se da cuenta de que el forastero toma la comida sin antes bendecir a Dios y al recriminar­le, el viejo contesta: “Yo no creo en ningún Dios”. Enfurecido, Abraham le saca de la tienda a empujones. Más tarde Dios le sale al paso y le pregunta: “¿Abraham, qué ha pasado?” Se lo explica y Dios le contesta: “He soportado 80 años el modo de ser de

El diálogo verdadero y el debate productivo necesitan del mutuo respeto, aunque las diferencia­s sean profundas

este viejito ¿y tú no puedes soportarlo una noche?”.

Los cristianos tenemos la piedra filosofal para el diálogo: el amor. Pero este sentimient­o no se improvisa. Procede de la paz interior y de la comprensió­n que es fruto de sabernos nosotros mismos perdonados y amados por Dios.

Cuando se producen tensiones sociales es más reveladora que nunca la paz que se visualiza en lugares sagrados, sean la catedral o la parroquia de un pequeño pueblo. Fijémonos en una Eucaristía, o en un rato de oración de los fieles allí congregado­s. No importan las razas, los orígenes geográfico­s o culturales diversos, las ideas políticas, para que todos nos sintamos hermanos.

Estos espacios de paz debemos trasladarl­os a las familias, al trabajo, a nuestras relaciones sociales. Dialogar y debatir serán verbos fáciles de conjugar si partimos del amar.

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