‘Nico, 1988’ sigue el camino al desastre de la cantante de la Velvet
Cuando todas las fiestas del mañana, como dice la canción de la Velvet Underground, llegan a su fin suele quedar como recuerdo una dolorosa resaca, y no ha habido resaca más tremenda –y más trágica también– que la que siguió a la gran fiesta del final de los años sesenta, pongamos en Nueva York, en la Factory del irónico y distante Andy Warhol, con la banda de Lou Reed poniendo música al interminable sarao.
Junto a Reed, andaba Nico, femme fatale del rock. A veces Nico cantaba canciones de la Velvet con su voz profunda, sugerente y oscura, pero la mayor parte del tiempo se la pasaba tocando la pandereta y moviendo su larga cabellera rubia. Como un adorno de lujo, en negocios con Jagger, Morrison y Dylan. Hasta que la fiesta terminó.
Nico, 1988, de la italiana Susanna Nicchiarelli, ayer en el Festival de Sevilla, es la crónica de la larga resaca de la antes modelo y luego cantante alemana de voz oscura. El filme, biopic de la decadencia, sigue con desapasionado patetismo la última gira en solitario de una Nico prematuramente envejecida, con el pelo teñido de negro, casi como una protogótica. Pasada de peso, inquieta, heroinómana. Pero, a la vez, entrañable en su desesperación, como de vuelta de todo sin haber llegado a nada.
La danesa Trine Dyrholm, reconocida con el premio a la mejor actriz en el festival de Berlín de 2016 por La comuna, de Thomas Vinterberg, encarna con desarmante pasión a la que fuera bella en horas bajas, antes del tonto accidente de bicicleta en Ibiza que en 1988 la llevó a la muerte.
Dyrholm, que también canta, más que un trabajo de mimetismo físico, ha realizado en Nico, 1988 una completa posesión vocal: canta las crepusculares canciones de Nico con voz más negra todavía que la original, y ese punto desafinado que la hacía tan peculiar. Los 15 minutos de gloria de Nico son, en manos de Nicchiarelli, meros flashes de filmaciones de la época, instantáneas del recuerdo. Importa más el presente.
La directora se centra en la caótica gira. Nico viaja en una tronada furgoneta con su hijo Ari –cuyo padre dicen que fue Alain Delon– y el resto de la banda. Infeliz road movie, instantánea de la época más que profundo retrato. En su convencional aproximación, Nico, 1988 deja una sensación de profundo cariño y, por momentos, de piedad por esa mujer que siempre buscaba lo mismo: “el olor de la derrota que sentí en Berlín de pequeña, cuando la guerra acabó”, dice.