La Vanguardia

Voz del espíritu

- Jordi Amat

Si la cultura no arraiga en la vida íntima, está bien, pero sólo es distracció­n. Las obras que de veras cuentan, en cambio, llevan más allá de lo exterior y las apariencia­s huidizas. Encaminan adentro de ti mismo. Lo pueden hacer mediante la peculiar dinámica que es la forma del arte. Y una de las artes, más que las otras, lo consigue de una manera directa, casi automática, sin exigir el pasaporte de la comprensió­n o la interpreta­ción. Es la música. Es química. Como otros de los placeres más altos de la vida (sí, pueden sospechar), las notas en acción tienen la potenciali­dad de activar la liberación de dopamina. El sonido se filtra por los sentidos, pasa por el cerebro y se instala en la conciencia para hacernos no mejores sino más humanos.

Hoy hace un año que se apagó la voz que, a menudo sin acabarla de entender, más adentro me ha llevado. Es la voz melosa y espectral, como si cantara sabiéndolo todo de la vida, de Leonard Cohen. Estos días regreso a ella, buscando refugio. A través de ese humanista del presente intuyo la belleza de la sabiduría.

Cohen –judío de Montreal que hablaba inglés– murió a los 82 años. Vivió varias vidas. La más antigua fue la promesa de un gran escritor, poeta, con un prestigio inmediato pero en un ámbito muy restringid­o. A mediados de la década de los sesenta, altera el rumbo de su trayectori­a y se propone componer canciones. Los tres primeros discos que grabó incluían las piezas por las que siempre será recordado como el gran lírico de la música popular. Pero cuando parecía que su mejor cancionero estaba cerrado, tras haber pasado por una experienci­a monástica de cinco años, al arrancar el siglo XXI Cohen volvió para desplegar una plenitud otoñal donde la meditación trascenden­te se entrelazab­a a la reflexión sobre el amor.

Este último Cohen acompaña, apacigua. Suena como debe sonar la voz del espíritu. Durante la última semana he escuchado diez veces la tercera canción del disco Old ideas: Show me the place (Muéstrame el lugar). Canta una fe. Después de todo, cuando los problemas asedian, el poeta recuerda que la auténtica salvación está en el amor. Y es allí, como el esclavo que es quien ama, donde desea llegar.

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