La Vanguardia

Temblores

- Xavi Ayén

Las tazas tiemblan y la maleta, en la habitación del hotel, se desplaza por el suelo como en un camarote de barco. Pero no hay que alarmarse. “Un buen arequipeño no se levanta de la cama por un temblor que no supere al menos los cinco grados Richter”, cuenta Porfirio, un nativo de esta bella ciudad peruana, sin ningún asomo de exageració­n, ante una infusión de coca. El último susto por encima de ese guarismo fue a finales de septiembre, con 5,2 grados, pero no se reportó ningún daño, a diferencia de lo que sucedió en agosto, cuando un terremoto de 6 grados provocó un muerto. Uno se sorprende de que sean ellos, estos arequipeño­s habituados a los sismos, situados justo al lado de una falla tectónica y rodeados de nueve volcanes en activo, los que, al recibir a visitantes catalanes, se preocupen por si “en Barcelona se vive seguro”, tan influencia­dos por lo que ven en los canales de noticias que hasta saben pronunciar dignamente Puigdemont. Dicen, y con razón, que nuestras carreteras provocan más muertos cada fin de semana. Acaso para hacerse el simpático, Porfirio nos muestra, en una tienda de souvenirs, ejemplares del pasaporte arequipeño, donde te inscriben el nombre por unos pocos soles. Se cuenta que, cuando estalló la guerra entre Chile y Perú, y a la población local se le recriminó el escaso compromiso a la hora de movilizars­e, muchos respondían: “Es que somos un país neutral”.

Si tuviera que escoger una encarnació­n humana de la neutralida­d, me inclinaría por el genetista Miguel Pita, que se pasea estos días también por estas tierras volcánicas, en el marco del Hay Festival, divulgando sus muchos saberes sobre el ADN. Entre los experiment­os que narra, me llama la atención una investigac­ión realizada con dos especies de topos, una promiscua y una monógama. Los científico­s localizaro­n una variante de gen distinta en cada animal y decidieron extirpar al topo pendón –digamos– ese gen e injertárse­lo al otro, y a la inversa. El resultado es sorprenden­te: el topo monógamo se volvió promiscuo, y el sinvergüen­za se transformó en un ser sosegado y fiel. La ley, matiza Pita, prohíbe semejantes prácticas en humanos.

Pienso en mis más notables defectos –de otro cariz– y me consuela que puedan estar predestina­dos genéticame­nte. “No es tan sencillo –replica el doctor–, pues a diferencia de los topos, nosotros somos animales sociales y podemos ir más allá del ADN. Una predisposi­ción genética a algo no indica que eso se produzca, uno puede aguantarse aunque tenga ganas. El destino lo marcas tú”. Las cosas nunca son sencillas, caramba.

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