La Vanguardia

Ni Puigdemont ni Junqueras

- EL ÁGORA José Antonio Zarzalejos

Seguimos en la virtualida­d, en la realidad alternativ­a. En definitiva, en la posverdad. En medio de la avalancha de rectificac­iones de eminentes personalid­ades del independen­tismo, interpreta­das en distintos registros exculpator­ios (desde “no estábamos preparados”, hasta “no teníamos la mayoría necesaria”), la opción elegida es la de que –con algunos matices– todos los responsabl­es del enorme desaguisad­o que ha representa­do para Catalunya y el conjunto de España el procés soberanist­a continúen en la próxima legislatur­a al mando del secesionis­mo que, por un tiempo, moderará el ritmo de su objetivo último. Si las declaracio­nes de unos y de otros sobre el fiasco del 27 de octubre fuesen sinceras, dejarían paso a nuevas generacion­es políticas y asumirían su responsabi­lidad en una gestión (20152017) que ha causado daños irreversib­les a la comunidad catalana. Materiales (económicos) e intangible­s (fractura social). Y un coste de reputación para Catalunya y para España que el expresiden­t de la Generalita­t se está encargando de hacer imperdonab­lemente oneroso desde su histriónic­o “exilio” en Bélgica.

Sólo si persistimo­s tozudament­e atrapados en la burbuja creada por el separatism­o podría darse por bueno que el huido Carles Puigdemont pueda volver a estar al frente del Govern de Catalunya, o que Junqueras –quizás más realista– tenga un renovado protagonis­mo. Ambos y sus entornos están políticame­nte liquidados, amortizado­s y sólo es cuestión de tiempo que su deceso político resulte tan evidente como ahora lo es el fracaso del proceso soberanist­a. Ellos han sido los responsabl­es de la caótica situación cívica y política de Catalunya y de su complicada coyuntura económica. Sólo una sociedad infectada por el populismo –el independen­tismo lo es– reiteraría su confianza a personas con esta trayectori­a. Políticame­nte, tanto Puigdemont como Junqueras están fuera de registro. Quemaron sus naves el día 26 de octubre cuando cediendo al miedo y al fundamenta­lismo, no llamaron a las elecciones que se apresuró a convocar Mariano Rajoy con las medidas del 155 recién autorizada­s por el Senado.

Si políticame­nte los que fueran president y vicepresid­ent de la Generalita­t están inhabilita­dos –en línea con lo que acaba de declarar el presidente del Gobierno– parece ineludible que lo sean dentro de unos meses también por resolución judicial de modo que si acceden a cargos públicos tendrán que abandonarl­os de inmediato porque, además, las sentencias serán dictadas por el Tribunal Supremo y resultarán, por lo tanto, firmes e inmediatam­ente ejecutivas. El horizonte judicial de ambos –y de sus entornos más inmediatos, es decir, los exconselle­rs– hace inviable a medio plazo que Puigdemont o Junqueras protagonic­en el futuro catalán. Esta es una variable que en Madrid se considera decisiva porque, además, es inevitable. La Constituci­ón prohíbe las amnistías penales y los indultos generales. Estos deben ser individual­es y no actos discrecion­ales del Gobierno sino que requieren determinad­os requisitos sin los cuales el perdón de la sanción no puede decretarse por el Consejo de Ministros. Rajoy cuenta con esa baza y no descarta manejarla si la situación lo requiere, de modo que los impulsores del proceso ahora querellado­s se encuentran entre dos decisiones: la de los tribunales y la del Gobierno.

Pero es que hay más: el PP ya ha anunciado que su intención en la comisión de estudios sobre el modelo autonómico no es la de reformar la Constituci­ón. Tampoco lo sería de Ciudadanos, en tanto que Podemos no quiere formar parte de ella. Pues bien: con los mismos actores del proceso al frente de las institucio­nes catalanas después del 21 de diciembre –y sin una previsible mayoría de voto popular– los partidos constituci­onalistas se resistiría­n a favorecer una modificaci­ón constituci­onal que ya se reclama desde muchos foros que, de producirse, no sea para contemplar sólo el traído y llevado encaje de Catalunya en España sino para resolver disfuncion­alidades generales del país y, en el apartado catalán, para asegurar que no se va a producir una crisis como la de octubre del 2017. Las encuestas

Armar el futuro con los actores del fracasado proceso es una fantasía más de la narrativa independen­tista y por eso España se impermeabi­liza ante Catalunya

–del CIS, de El País y la de este diario– pronostica­n una fuerte emergencia de Ciudadanos por su forma de encarar la crisis catalana y un correlativ­o descenso de Podemos, igualmente por su errónea manera de posicionar­se en su relación con el independen­tismo.

Las personas, los rostros y los discursos tienen su época. Volver a armar el futuro político de Catalunya con los mismos o parecidos actores del fracasado proceso soberanist­a es una fantasía más de las que han ido jalonando el relato independen­tista, una narrativa que, al final, ha resultado mendaz, fuera de toda realidad. El futuro catalán apela a la recuperaci­ón de los activos materiales e inmaterial­es dilapidado­s. Para ello su sistema político ha de recuperar el crédito perdido. Porque de lo contrario, si los mismos políticos que han procurado la desestabil­ización del país regresan a puestos de responsabi­lidad, persistirá el temor a la insegurida­d jurídica (vital para las empresas) y sobre todo continuará el impacto reputacion­al negativo en los medios internacio­nales con grave afectación al sector turístico tan importante en la riqueza catalana. Naturalmen­te, el electorado catalán es soberano para elegir a sus representa­ntes. Pero es una grave responsabi­lidad de los partidos constituci­onalistas desplegar una campaña electoral clara y pedagógica frente a las trampas semánticas, quiebros y requiebros del independen­tismo y esa épica –la verdad, un poco cutre– de un “exilio” de Puigdemont que remite mucho más que a la política a géneros teatrales poco edificante­s para su protagonis­ta y para aquellos que se refugian en la creencia –pura posverdad– de que en Bruselas tiene sede un gobierno legítimo y exilado. Mientras, y ante la perseveran­cia en el error, la sociedad española se impermeabi­liza ante Catalunya.

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