Barcelona, ciudad franca
La Vanguardia me invita a hablar de dos de las cosas que más me gustan: Barcelona y el hecho cultural. Y lo hace en un momento especialmente interesante, marcado por la proliferación de voces críticas con la ciudad y en especial con su momento cultural. Vaya por anticipado que siempre he pensado que lo que la gente dice importa poco. Lo más apasionante es lo que nos dicen de sí mismos sin darse cuenta de ello. Y aunque no lo decimos, la Barcelona oficial de hoy se sigue moviendo entre la nostalgia de unos tiempos undergrounds y preolímpicos idealizados, que no tienen que volver, y el ansia que impone siempre la responsabilidad de tener que encontrar tu lugar en el mundo, justamente cuando el mundo es más abierto, más tecnológico y más competitivo que nunca. La aún tímida salida de la recesión, los magros presupuestos públicos y las tensiones derivadas del proceso lo impregnan todo de cierto desconcierto, que se afana entre el deseo de volver definitivamente a la calma o seguir con la movilización y reventarlo todo.
Esta y otras reflexiones me venían a la mente el domingo mientras paseaba por la Rambla del Poblenou en busca del busto de mi admirado Josep Trueta. Vecinos ociosos arriba y abajo, curiosos mirando la programación del Casino de l’Aliança y comodones saboreando helados del Tío Ché me recordaban, sin decir nada, que a pesar de los pronósticos fatalistas sobre Barcelona, a pesar de la indignación de unos, las caceroladas de los otros... la vida sigue abriéndose camino y la
Existe masa crítica metropolitana y talento para hacer grandes cosas; hay que procurar que nadie lo estropee
gente tiene ganas de mirar adelante. ¡Es mucho lo que hemos conseguido durante los últimos cuarenta años de democracia y progreso, y nadie parece dispuesto a perderlo!
En los últimos años, la revolución tecnológica, la globalización y el afianzamiento de la democracia han hecho de nuestra sociedad uno de los lugares del mundo donde vale más la pena vivir. Por lo tanto, ni Barcelona es el titánico cultural que Félix de Azua auguraba en los años ochenta, ni sus conciudadanos han quedado abducidos por un acceso de fiebre de provincianismo tras cuatro años de procesismo. Hemos sido sometidos a un gran estrés, la recesión económica y las tensiones políticas nos han debilitado, pero en lo esencial, la estructura ósea y el nervio de la ciudad siguen incólumes. El encargado rumano de la terraza del 9 Porrón Gastrobar donde comí, me lo recordaba citando a Palau i Fabre, seguramente sin saberlo: “soy de aquí, soy extranjero”.
Preservar Barcelona como ciudad franca, amiga de la creatividad y de los negocios, del talento, la tecnología y la tolerancia son las coordenadas necesarias para proyectar una nueva ola de libertades y progreso para esta ciudad que quiere volver a ser la de los prodigios. Hay que hacerlo decididos a corregir las disfunciones heredadas y a fortalecer sus mejores cartas. Así, tienen que quedar atrás las tentaciones excesivamente institucionalizadoras –adiestradoras– de la cultura, que siempre acaban en dirigismo y esclerosis. Atrás también los planteamientos populistas que sólo aprecian lo que es estrictamente público o municipal, para gloria del político de turno. Y tienen que rebrotar con fuerza las iniciativas sociales y empresariales independientes y competitivas, que son las que más consecuciones positivas han dado en Barcelona. Desde el Palau de la Música Catalana, los teatros del Paral·lel y la construcción del Eixample, hasta festivales como el Sónar o el Primavera Sound, que permiten a Barcelona presumir de ser Music Capital of the Mediterranean.
Porque con todos los peros y dificultades que se quieran, los ciudadanos de Barcelona tienen acceso a una buena educación y a estímulos culturales para desarrollar la creatividad, el espíritu crítico y el compromiso cívico. Una buena red de bibliotecas, archivos, museos y galerías, centros culturales y cívicos dan fe. Un sotobosque rico de salas de música y de teatro, una persistente y sólida industria editorial, incipientes hubes de videojuegos o los nuevos clústers de diseño y arquitectura son la mejor garantía de la aparición de grandes proyectos sociales y culturales en el futuro.
Barcelona, ciudad de vicios y virtudes. Así se forma la ciudad: “de somnis de glòries i riqueses meravelloses, de forces actives que en lluita es fan camí, d’egoismes que resisteixen, de principis de vida i de mort, de vicis i virtuts, que de per tot hi acuden [..] al costat d’una església un bordell, i al damunt del bordell, el fort treball d’una família virtuosa guanyant-se el pa de cada dia, i a dalt de tot, un poeta vagadiu que, somniant els seus amors, es sent rei del món”. Lo escribió Joan Maragall hace 110 años. No creo que se pueda resumir mejor el programa para hacer de Barcelona, y de cualquier ciudad del mundo, una ciudad prodigiosa y de oportunidades. Una verdadera ciudad franca. La masa crítica metropolitana, las dinámicas de colaboración público-privadas y de competencia, así como la ambición y el talento para poder hacer grandes cosas están. Sólo tenemos que procurar que nadie lo estropee y que los estímulos fluyan.